Opinión
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Diecinueve son los partidos políticos que, tras las últimas elecciones, se han instalado en el Congreso de los Diputados, aunque hayan sido dieciséis las candidaturas en las que esos partidos se han presentado ante los ciudadanos. De aquellos, siete corresponden a formaciones de carácter nacional, seis a partidos nacionalistas –todos ellos independentistas– y otras seis son de vocación regionalista. Es curioso que, en una cámara legislativa donde teóricamente debieran primar los intereses del conjunto del país, haya más partidos localistas que nacionales. Y es curioso asimismo que esa diversidad político-territorial sea mayor en la Cámara Baja que en el Senado, donde el reparto entre esos tres tipos de partidos es, respectivamente, cuatro, cuatro, tres. A mayor abundamiento, hay un diputado nacionalista o regionalista por cada 7,3 diputados de partidos nacionales.
Digámoslo de otra manera: el sistema electoral en las condiciones de fragmentación política que se dan actualmente entre los ciudadanos conduce a una exacerbación de la representación territorial en el Congreso cuando ésta debería circunscribirse sólo al Senado. Ello se añade al efecto que la fragmentación tiene sobre el tamaño de los grupos parlamentarios nacionales, lo que no favorece en nada la gobernabilidad del país. Ya sé que, sorprendentemente, con la repetición electoral el partido socialista se ha visto obligado a buscar rápidamente un pacto con la extrema izquierda para dar la apariencia de ser el mayor contribuyente al desbloqueo político, quizás porque tras los comicios precedentes actuó exactamente a la inversa. La política tiene mucho de fachada y ya se ve que no está el horno para bollos. Pero habrá que comprobar, pasados los trámites pertinentes, si una investidura en la que habrán de participar no menos de diez partidos acaba siendo viable. Y también si, superada la votación inicial de la legislatura, la acción del gobierno puede discurrir con normalidad y no se ve cercada por la imposibilidad de llegar a acuerdos entre los legisladores, como por cierto ocurrió tras la moción de censura que colocó a Sánchez en la presidencia por primera vez.
Pero dejemos esas especulaciones y centrémonos en lo principal. Esto es, en la disfuncionalidad que revela nuestro sistema electoral con respecto a la situación política actual. Su diseñador, Óscar Alzaga, nunca quiso que su invento –que consideró sólo destinado a encumbrar a Adolfo Suárez– pasara a ser constitucionalizado, pero lo fue. El mundo es así y los políticos suelen ser miopes porque sólo ven las ventajas a corto plazo. Por eso corresponde ahora deshacer el entuerto para lograr que, tras unas elecciones, no sea tan trabajosa la gobernabilidad del país. Tal vez esta debiera ser una tarea prioritaria para el nuevo gobierno y su oposición.
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