Opinión
Chile: bueno, malo y feo
Lo bueno de la economía de Chile es su relativo liberalismo, introducido primero por la dictadura de Pinochet, y mantenido después durante la etapa democrática, en la que los socialistas gobernaron muchos años.
El éxito de las políticas liberalizadoras, preservadas, con matices, durante décadas, ha sido patente: no solo impulsaron a Chile a la cabeza de la riqueza en América Latina, sino que la pobreza extrema, como recuerda Eduardo Fernández Luiña, ha sido prácticamente erradicada. Asimismo, la desigualdad registra una tendencia descendente desde los años 1980 hasta la actualidad.
Lo malo de Chile han sido los disturbios violentos que han tenido lugar en las últimas semanas, y que se han cobrado la vida de más de veinte personas. Los destrozos materiales y costes económicos han sido considerables. Voy a dejar de lado las hipótesis conspirativas, no porque me parezcan descabelladas, que no lo son, sino porque limitan el análisis a las autoridades. La sociedad civil en las naciones modernas ha sido privada de casi cualquier mecanismo de autodefensa; y en Santiago, como en cualquier ciudad del mundo, la gente por su cuenta no puede impedir que unos vándalos quemen docenas de estaciones de metro. Para eso, el Estado reivindica el monopolio de la violencia: como es obvio, no ha sido capaz de prever esos ataques, ni de impedirlos.
Ahora bien, en la medida en que el descontento brote de diagnósticos sobre la realidad chilena, allí sí que cabe lamentar la falta de movilización de la sociedad civil en la batalla de las ideas. Lo destaca el profesor Luiña, y también Carlos Newland, que subraya que, a pesar del indiscutible éxito del modelo liberalizador, en Chile persiste la mentalidad anticapitalista.
Y lo feo es el automatismo con el que tantos analistas y observadores han despachado el asunto, estableciendo conclusiones apresuradas, cuando no engañosas. Se ha hablado seriamente de que los desórdenes públicos se explican por la pobreza y la desigualdad, lo que es, como vimos, un disparate.
En realidad, el pensamiento único ha arremetido contra el mayor demonio de la izquierda: las privatizaciones. Esto despoja a la izquierda y a los sindicatos de dinero y de poder, y los deja en manos de la gente. Por eso los supuestos progresistas odian las pensiones privadas: porque son propiedad de las trabajadoras libres. Hasta ahí podíamos llegar.
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