Opinión

Cumbre climática

Con respecto a los asuntos que se ventilan en la cumbre climática de Madrid –provincia de Chile para la ocasión– no me preocupan tanto los objetivos como los medios para lograrlos y, por tanto, las políticas. Doy por hecho que hay que frenar las emisiones de CO2, aunque las proyecciones y predicciones en esta materia estén sujetas a márgenes de error o de incertidumbre difíciles de precisar, porque resulta incontrovertible que la tierra se calienta y que ello impulsa cambios en el clima potencialmente perturbadores. Por ello, la discusión acerca de los medios para frenar esa dinámica me parece más pertinente. Y ello nos introduce en el lado tenebroso de todo este tinglado de reuniones internacionales, paneles intergubernamentales, grupos de investigación y organizaciones ecologistas, pues el terreno de las políticas se parece más a una algarabía sujeta a todo tipo de presiones oportunistas –incluidas las empresariales– que a un sosegado debate de expertos alejados de cualquier interés espurio.

Ello es así porque el tema favorece los radicalismos y los discursos demagógicos, y pone un velo sobre las propuestas seriamente argumentadas. En España tenemos ejemplos sobrados de lo primero, eso sí, a costa del bolsillo de los contribuyentes, como ha ocurrido hace nada con el decretazo de las renovables que, fijando una rentabilidad del 7,4 por ciento a los inversores, les va a permitir duplicar su capital en los próximos doce años, con los agravantes añadidos de que ya lo han multiplicado antes con la retribución que les dio Zapatero y de que tal sistema desincentiva el progreso tecnológico. Eso sí, se trata de energía de fuentes no fósiles, aunque, a la vez, la otra cara del Jano estatal seguía estimulando la quema de carbón. Además, lo que Sánchez ha añadido a este tipo de políticas –donde se incluye asimismo lo del diésel– es la moralina acusatoria y plañidera al estilo Greta Thunberg.

Pero hay otras posibilidades potencialmente más eficaces, como la argumentada por William Nordhaus, premio Nobel de economía, de establecer un impuesto al carbono que, inicialmente, sería de 25 dólares por tonelada emitida de CO2 y abarcaría a todos los sectores de la economía. Por cierto que esa cifra es casi igual al actual precio de los derechos de emisión que se intercambian en el mercado instituido por la Unión Europea que sólo abarca, en este momento, al 45 por ciento de las emisiones totales y que, en España, no ha servido más que para estabilizar éstas en torno a 335 millones de toneladas anuales. A Sánchez, que dice ser economista, no le oído hablar de esto. Debe ser que, para el clima, no le gustan los impuestos.