Opinión
La preocupante expansión de Irán
Nada más grave para el equilibrio de la región que más petróleo produce en el mundo que una alianza supranacional, de carácter confesional, que, bajo la dirección de Teherán, incluyera a Irak, Siria, Líbano y a los hutíes de Yemen.
No parece creíble que los estrategas norteamericanos hayan podido subestimar el impacto emocional y político del asesinato deliberado del general Qasem Soleimani, el verdadero arquitecto de la expansión militar iraní y uno de los principales artífices de la derrota en Siria e Irak del Estado Islámico, el grupo terrorista de matriz suní que pretendía la recreación del Califato desde posiciones integristas.
Es más, habría que remontarse al derribo del avión que trasladaba al almirante Yamamoto, en abril de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, para hallar un caso similar, en el que Washington autorizara la eliminación a sangre fría de un alto mando militar enemigo. De ahí que hayan surgido las inevitables preguntas sobre las razones que han llevado al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, a tomar una decisión que significaba, nada menos, que golpear en el plexo solar de una comunidad como la chií, que allí donde es minoría es perseguida, –y donde mayoría, persecutora–, y que ha demostrado en la última década su capacidad para unir fuerzas dispares y lanzarlas a una batalla extendida por todo Oriente Medio y Asia Central.
Nada más simple y, a nuestro juicio, equivocado que interpretar la acción militar norteamericana en clave de política interna, –tal y como el bombardeo en 1998 de Irak, ordenado por Bill Clinton, en pleno escándalo Lewinsky–, puesto que ni el proceso de «impeachment» abierto al actual inquilino de la Casa Blanca tiene la menor posibilidad de salir adelante ni la escalada bélica que pudiera resultar le favorece electoralmente, al menos, entre unos votantes mucho más partidarios de dejar que el mundo se las arregle solo y no perder más vidas norteamericanas en lejanas guerras a las que nunca se les ve el final.
De ahí que habrá que colegir que estamos asistiendo a una medida de contención del expansionismo iraní, especialmente preocupante por la influencia que está ejerciendo sobre las estructuras políticas, militares, sociales y económicas de su vecino iraquí. Los ataques, en clave menor, a intereses norteamericanos en Irak, llevados a cabo por milicias chiíes armadas y organizadas por el general asesinado, pueden ser la razón inmediata, pero el fondo de la cuestión es recordar al régimen de los ayatolás que hay unos límites que no pueden traspasar. Nada más grave para el equilibrio de la región que más petróleo y gas produce en el mundo que una alianza supranacional, de carácter confesional, que, bajo la dirección de Teherán, incluyera al citado Irak, la Siria de Al Asad, las milicias de Hizbulá en Líbano y a los hutíes de Yemen.
Estima Washington, al menos, así lo afirma el presidente Trump, que no habrá escalada bélica y que los iraníes, conscientes de su debilidad militar, se contentarán con golpes simbólicos como los bombardeos a una bases militares que, previamente, habían sido evacuadas. Puede ser. Sin embargo, la conclusión a la que forzosamente llegará la tiranía teocrática iraní es que sólo desde el desarrollo del arma nuclear tendrá la suficiente capacidad de disuasión frente a la potencia estadounidense. Trump, al contrario que su predecesor, Barack Obama, nunca ha creído en la palabra de los ayatolás y en su supuesta renuncia al arma atómica, que es la principal amenaza que percibe Israel. Pero para conjurar el peligro necesita el apoyo de unos aliados occidentales a los que, no es posible ocultarlo, no duda en ningunear cuando lo considera necesario, incluso, aplicándoles unas reglas comerciales dañinas, y que, de momento, no parecen dispuestos a desdecirse de unos acuerdos con Irán, amparados por Naciones Unidas y la Unión Europea, que, paradójicamente, pueden hacer mucho más por la contención y la paz que las apocalípticas amenazas de la Casa Blanca.
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