Opinión
La cenicienta política
La mejor síntesis de lo que ha sucedido los últimos años en el nivel gubernamental con la cultura puede leerse claramente en el diseño estructural que para ella suscribe este último gobierno español: separar la universidad de la ciencia y, a la vez, meter en el mismo saco a la cultura y el deporte.
Qué lejos quedan aquellos tiempos de los sesenta en que los intelectuales opinaban que el futbol era el nuevo opio del pueblo. Qué lejos quedan también aquellos tiempos bienintencionados en que se nombraban superministros de cultura (como en Francia Jack Lang), que partían de la base de que la grandeza del Estado solo podía desplegarse desde una clara ofensiva cultural que generara riqueza económica por medio de la difusión de valores. Aquí también se intentó esa línea después de la transición con Solana, Semprún y Solé Tura, pero tras este esfuerzo el cargo empezó a rodar cuesta bajo en cuanto terminó la década de los ochenta. El ministro de cultura se convirtió primero en un incómodo compañero de viaje que no pintaba nada y que solo hacía que molestar. En breve fue a peor y, en los círculos de poder, el ministro de cultura pasó a tener el peso de un simple y patético pedigüeño: el mendigo, el pringadillo del grupo. La última y más baja fase en que cayeron luego los ministros y secretarios de cultura fue convertirse en lo que en el lenguaje de germanía se llama un membrillo. Es decir, un infiltrado del poder económico que, en lugar de proteger la cultura, viene a saquearla a beneficio de su gabinete, sus enchufados y sus necesidades de votos.
Las únicas tres excepciones reconocibles a esa línea descendiente fueron César Antonio Molina, que intentó devolver el orgullo cultural y peleón al ministerio, y José Guirao y Fernando Benzo, quienes intentaron aplicar un criterio exclusivamente técnico que al menos resolviera cuestiones prácticas para el mundo de la cultura. Con un panorama tan bien conocido por los profesionales y esas escasas opciones de maniobra, sabremos rápidamente hacia donde se orienta el ministerio de Rodríguez Uribes: si a la simple contrarreforma y a la propaganda efectista del populismo de influencers y polémica con los toros y la liga (la España de pandereta), o al más necesario y menos sensacionalista trabajo de cimentar estructuras pendientes como el Estatuto del Artista, donde desde una modesta y prosaica actitud puramente técnica se ha ido avanzando lentamente los últimos cinco años.
La agenda de temas es clara y no hay debate posible en ella, porque está consensuada por toda la profesión: Estatuto del Artista, una ley de Hacienda para los Mecenas (que no otra cosa es la inacabada Ley del Mecenazgo), Ley de Patrimonio, tema SGAE y Ley para el desarrollo del sector de Video-Juegos. La cultura es la cenicienta política del tiempo de los milenials; el hecho de que Rodriguez Uribes sea un hombre político más cercano a la ejecutiva del partido que a una experiencia técnica de las industrias culturales no ayuda a hacerse muchas ilusiones. Pero que sea especialista de filosofía del derecho (un buen mimbre para un hombre de cultura) y, sobre todo, que no haya sido la primera opción de Sánchez para el puesto puede que sean puntos a su favor. Solo cuando a Sánchez le fallan los golpes de efecto, es el momento en que presa de pánico recurre a algún técnico prosaico pero eficiente que hace cosas. De la universidad, mejor ni hablemos. Ya avisó George Steiner hace años que el pensamiento en el siglo XXI habrá que buscarlo fuera de ella.
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