Opinión

El Gobierno y la Luna

Me pregunto qué hacen los trabajadores del campo manifestándose delante del ministro de Agricultura a gritos. ¿No era éste nuestro gobierno, el de los asalariados? Diez mil agricultores y ganaderos extremeños denuncian que tienen precios de miseria y que sus costes de producción suben cada vez más, de modo que les resulta prohibitivo pagar el Salario Mínimo Interprofesional que se ha establecido.

Alguien está en las nubes en Moncloa, legislando con los deseos, pero alejado de la realidad. La paradoja se puso la semana pasada en evidencia con Eduardo Garzón, economista y hermano del ministro Alberto Garzón, quien se permitió señalar que, si una empresa no conseguía abonar dichos 950 euros a un trabajador, mejor era que desapareciese y fuese sustituida por otra más eficaz. Son palabras de académico, bien alejadas del debilísimo tejido industrial español, en el que apenas el turismo y la inmobiliaria destacan y el grueso de los empleos –incluso aquí– provienen de pequeñas y medianas empresas, muchas de ellas familiares.

Las consecuencias de esta nueva clase social, que vive en chalets periféricos y a menudo ni ha trabajado el tiempo suficiente para sentir el ahogo de final de mes, es que sólo en Extremadura se han perdido ya 8.000 empleos en el campo, de acuerdo con el presidente socialista de la autonomía, Guillermo Fernández Vara. Otro tanto está ocurriendo en el ámbito nacional y en sectores como el empleo doméstico, que depende de los ingresos de familias de clase media, muy agobiadas por los gastos y los impuestos.

España no es país demasiado justo. Hay muchas diferencias salariales y los empresarios que se desviven por el empleado no son numerosos. Pero cambiar esta realidad exige en primer lugar, realismo. Y el realismo requiere conocer nuestras fábricas y negocios. El tejido familiar permite a menudo la continuidad de negocios precarios, especialmente en el campo, y lastrarlo con normas contribuye a dejarlo morir. Es una pena que los dirigentes no apliquen el esfuerzo a modernizar el tejido empresarial, adaptarlo al futuro, hacerlo competitivo y agrandar las empresas. Que prefieran responder con disposiciones populistas y se encuentren después con que los que se manifiestan son aquellos a los que se quería proteger.

Tengo para mí que el mismo peligro se puede substanciar en las leyes de educación o en la de eutanasia. Buenas intenciones, quizá, pero alejadas de la tozuda realidad. En las escuelas, porque se pretende igualar a todos en el modelo estatal sin tener en cuenta que la concertada es paraguas de pluralidad y muchas veces sistema más barato y eficaz. Y en la muerte, porque lo que queremos no es tanto morir pronto, cuanto morir sin dolor. Y eso no es eutanasia, son cuidados paliativos.