Opinión

Un café romántico

Desde muy jóvenes está en nuestro recuerdo de lectores «La Fontana de Oro» de don Benito Pérez Galdós, la imagen del jovencito que aparece en sus páginas con una escarapela verde a la cabeza, subido a una de la mesas del café y gritando: «Libertad o muerte», y con tan breve contenido filosófico no sólo tenía un tema para varias sesiones de café sino para el vivir del país entero e incluso para un siglo más o menos para darlo vueltas hasta el punto para muchos españolitos, de pensar que no fue en Cádiz sino en aquel café romántico de «La Fontana de Oro», donde se escribió la Constitución efectiva del país, o la libertad, o derecho a decidir de cada españolito como luego se dirá bovarísticamente, y que no agollezca quien no piense como yo según decía un cantar.

Por mucho que pensemos y repensemos, nunca podremos comprender cómo era posible que una palabra tan llena y dadora de vida como la de «libertad» pudiera tener la muerte como el otro cabo de elección. Pese a todos los romanticismos venenosos que se acunaron en aquel café resultó luego imposible de entender que fuera un muchacho de la calle probablemente sin educación alguna como no fuera la de descuidero, que hablaba, para los españoles con una tal «sans façon» de la vida y la muerte, la ley y el caos. Pero lo que hay que reconocer es que ese mocito precisamente parece que era más que suficiente para llamar la atención y sostenerla durante tiempo y tiempo, como si aquellas simplezas que decía fueran la ley y los profetas para una gran parte de los españoles hasta representar verdaderamente a España en su propia inconsciencia o camino de rutina hacia el desastre, si fuera el caso de que los españolitos no encontraran mejor figura de si mismos que aquel mozo que repartía la libertad y la muerte como hacía todavía en aquel tiempo quien desde un balcón cualquiera gritaba: «¡Agua va!».

Ya en la Edad Media había un dicho o refrán según el cual si se oía gritar en la calle «¡Libertad, libertad!» lo mejor era cerrar el portón de casa; y no dejó de chocar, desde luego, que nunca se oyera invocar a la justicia, como si se temiera que se presentase. Porque los antiguos desde luego sabían lo que era la libertad, y la tenían en su justo valor, negándose, obviamente, a que alguien se la apropiase, incluso con hermosísimos nombres monopolizados como el de «liberales» o «demócratas» que podían utilizarse como el título de una profesión, y el de españoles a parte entera, que eran los españoles para los se hacían las Constituciones, que al fin y al cabo eran listas de derechos solamente concedidos a los partidarios de quienes tenían el poder. De manera que fue una verdadera conquista histórica, y un triunfo de la libertad y su espíritu, y de la democracia real el poder señalar por fin que en la Constitución de 1978 se logró hacer un texto constitucional que no fuera contra nadie. Y esto es algo de una primera importancia, conquista de todos los españoles y para todos ellos, y algo también que incomprensiblemente no parece apreciado por parte de las nuevas generaciones, desgraciadamente no ilustradas de manera especial, y con recuelos o algo más que un nuevo intento de las viejas ideologías más o menos metamorfoseadas que siempre pretenden liquidar o embotar las libertades democráticas en una democracia con adjetivos y torrentes de charlatanería.

Porque en una democracia no hay cabida sino para el más estricto Derecho y la fortaleza de aquélla se mide por los escrúpulos en la observación de éste, sin posibilidad de demagogias y otros falseamientos, porque existe un espíritu crítico para discernir la seriedad, y no ser víctimas de ninguno de los palabreos que de la noche a la mañana construyen fantasías políticas o sociales que son puro humo pero que luego hay que pagar. Y al menos estas filosofías prácticas de café cantante deberían practicarse.