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Opinión

En primera línea

Una inoportuna urticaria, acompañada de dolor de garganta y oído, me obliga a acercarme hasta la sección de urgencias de mi pueblo. Dado que vivo en las afueras de Sitges, el término municipal que me corresponde es el de Sant Pere de Ribes. Tiene dos ambulatorios, aparte de un gran hospital. En los dos primeros se han organizado las urgencias de una manera bastante razonable. El protocolo que se ha establecido es llegar, explicar tus síntomas y, si coinciden o no con la pandemia, te desvían hacia una puerta u otra. La cola se establece sin coger números, por el viejo método de los antiguos mercados de preguntar quién es el último. Luego, los integrantes de la cola esperamos de pie, separados por dos metros de distancia. La chica que me precede lleva mascarilla y explica que desde el jueves pasado anda con fiebre. El atrio es grande y holgado, y, afortunadamente, no hay aglomeraciones. Se ha dejado fuera de servicio el expendedor de números para evitar en todo lo posible cualquier contacto táctil indirecto. Por esa misma razón, nada del habitual darle tu tarjeta sanitaria a la recepcionista para que te busque en el ordenador. Se ha marcado una zona, a unos dos metros de distancia del mostrador, donde cuando llega tu turno has de decirle en voz alta a la empleada (que también lleva mascarilla) tus síntomas. Según estos, ella se encarga de seleccionar a qué puerta o planta debes dirigirte. El resultado es chocantemente parecido al de una especie de «roast show», porque vamos desfilando todos, plantándonos en medio de la sala y detallando a grito pelado intimidades fisiológicas. No quiero ni imaginar qué rato más malo va a pasar quien llegue con una seria crisis de hemorroides. A pesar de esos inconvenientes, el sistema funciona y pronto me hallo ante dos médicos con mascarilla que examinan mis manchas y concluyen que se trata de una reacción alérgica fácil de tratar con antihistamínicos. En cualquier caso, me dan un teléfono para que desde casa pueda consultar cualquier evolución de la afección. De los dos médicos, uno es un hombre con acento del sur y el otro una doctora latinoamericana. Se dice de los catalanes que somos muy trabajadores, pero desde que nací aquí (y ya va para medio siglo), a quienes he visto siempre trabajar a destajo ha sido a los migrantes andaluces o sudamericanos. Lo cierto es que yo me vuelvo para casa tranquilo y con recetas, pero ellos se quedan allí todo el día, como la enmascarada de recepción, en primera línea, recibiendo a la gente que llega sin descanso. Y no es siempre fácil; sin ir más lejos, poco antes de que me llegara mi turno, una mujer paralizaba la cola largo rato porque venía empeñada en que le hicieran un volante burocrático para pedir una baja. En vano le explicaba la recepcionista que todos esos trámites habían quedado en suspenso desde que se decretó el estado de alarma y que aquella cola era solo para sintomatologías. La mujer no gritaba, ni provocaba escándalos, pero con una cabezonería propia de alguien que no tiene mucha vida social, no dejaba de insistir, negándose a dar la conversación por terminada con la inexorabilidad propia del tormento de la gota malaya. Ni una mala palabra salió de los muchos que esperaban tras ella de pie y con fiebre y que, por lo comprobado, le resultaban invisibles. Sus miradas dejaban traslucir que hubieran deseado reservarle un destino parecido al que le espera a un lazo amarillo en el balcón de un independentista, pero todos tuvieron mucha paciencia y aguantaron impertérritos y febriles hasta que se marchó por la puerta, derrotada e ignorante de la animadversión general que había despertado. Claro que esto sucede en el campo, en un medio rural apacible e idílico, donde aún no ha empezado a progresar el pico de la pandemia. Nada que ver con las aglomeraciones de Madrid, donde las cifras están ya disparadas y no es tan sencillo mantener la paciencia y no levantarle la voz al inevitable que todavía no comprende las dimensiones y protocolos exactos de lo que está pasando. O que lo comprenden, pero que la propia desesperación ante ese análisis decisivamente importante que se ha retrasado o esa operación de cáncer grave que ahora debe posponerse, les lleva a llamar a la razón a gritos para ver si así les oye y viene. En las regiones bucólicas y desahogadas no deberíamos subestimar en absoluto lo que está sucediendo en Madrid, porque cuando llegue el pico más alto de la crisis, allí ya tendrán experiencia de los peores momentos y aquí nos pillará sin entrenamiento. Para entender cómo será ese punto álgido, baste decir que solo en la región que rodea a Milán, donde empezó el periplo europeo del asunto, hay tantos infectados como en toda España. Eso es lo que nos espera. Y los que están en primera línea (médicos, recepcionistas, policías, transportistas que nos abastecen) no merecen que se subestime, en nombre de ese futuro, la tarea que están haciendo. Porque los vamos a necesitar todavía mucho más.