Coronavirus
RESIDENCIA EN LA TIERRA
Esta situación de peligro ha hecho que ya nadie discuta las vacunas ni el Estado del Bienestar»
Cuando la muerte nos pasa cerca, consigue que nuestras esperanzas mundanas pasen por cierto tiempo a segundo plano. Supongo que es una cuestión de simples expectativas. Hasta hace bien poco, a lo largo de la Historia Universal, los seres humanos considerábamos a la muerte como el mal máximo y a la supervivencia como el bien supremo. Cuando, tras muchos siglos de lucha y civilización, conseguimos garantizar, más o menos, en ciertos lugares, un grado medio de supervivencia general, empezamos a considerar como bien supremo el Estado del Bienestar y dimos por sentado que la supervivencia alcanzada era inamovible. Tanto, que nos permitimos frívolamente criticar las vacunaciones y decretar la muerte del Estado del Bienestar como si tal concepto abstracto fuese un ser vivo que pudiera sacrificarse o tenerse cautivo a voluntad. Pero ha bastado encontrarnos en una situación de peligro inminente para hacernos reaccionar. En estos días que estamos pasando, ya nadie discute las vacunas, sino que las espera con ansiedad. Nadie discute el Estado del Bienestar, sino que pide ser acogido bajo sus alas protectoras. Nos damos cuenta de la importancia del trabajo para garantizar la supervivencia y a él nos lanzamos, llenando nuestras horas con la actividad de sacar adelante la situación. Nos ocupamos de los demás cuando vemos que el peligro les ronda y descubrimos que nos gusta más de lo que esperábamos esa tarea altruista.
El ser humano siempre ha soñado con el cielo en la tierra y nuestra esperanza es revertir algún día la leyenda y convertir de nuevo la superficie que habitamos en el paraíso terrenal. Pero nos empeñamos en no contar con la monotonía recurrente de la adversidad. Esa rutina nos dice que por muchas vacunas que inventemos, los virus seguirán mutando, que toda felicidad tiene en su interior algún hueso amargo, que la persecución de cualquier verdad es inacabable (y por eso mola), que somos tan torpes e ignorantes que cuando queremos fabricar el jardín del edén nos cargamos ese jardín más modesto y desarreglado del que disponemos llamado planeta. La constatación de estas experiencias hace que, a los más mayores, aliadas estas calladas desesperaciones con los desperfectos de la edad (dolorcillos, incapacidades, limitaciones), les embargue el resentimiento incoherente, la desesperanza y, sobre todo, el miedo. Es curioso ver como, a pesar de ser los primeros en ponerse la prudente mascarilla, son los jóvenes los que menos precauciones exhiben a la hora de arriesgarse a renunciar a la vida y lanzarse al heroísmo sanitario. Debería ser al revés, con la vida ya gastada, deberíamos ser los viejos a quienes menos nos importara ponerla en peligro. Pero no es así. Los viejos, precisamente porque sabemos que nos queda poco tiempo, le damos a ese tiempo que nos queda un carácter valiosísimo.
El miedo de los viejos, sin embargo, no es nada malo; lo que es verdaderamente perjudicial es la cobardía. Nuestro miedo de viejos puede servir, bien orientado, para mostrar a los jóvenes que el miedo es un mecanismo adaptativo útil para mirar a un lado y otro de la calle antes de cruzar y no morir atropellados. Enseñarles que el miedo es normal y común a todos, y que no tener el valor de vencerlo es lo que se llama cobardía. La cobardía nos hace aprender mucho sobre nosotros mismos. Es el único defecto que no tiene compensaciones y que nos resulta en puridad doloroso, tanto anticipándolo, sintiéndolo como recordándolo. La emoción del miedo, por su parte, sigue siendo la única de la que el ser humano también se avergüenza, pero eso el miedo también nos da verdadero conocimiento sobre nosotros mismos. Muchas personas, al descubrir y reconocer su propio miedo, entran por primera vez en contacto con la moral. Detectar y reconocer las propias cobardías nos alejan, además, de caer en un exceso de orgullo. Cuantas más exigencias le hagamos a la vida, cuanto más exijamos el cielo en la tierra, más posibilidades tendremos de sentirnos decepcionados, ofendidos o de mal humor. Es curioso comprobar como estos días la gente no reacciona con irritación frente a la desgracia general. Solo se irrita frente a la desgracia que toma forma de afrenta, la que percibimos como una pretensión legítima que nos ha sido denegada; sea la exigible previsión, el compartir datos fiables o el necesario suministro de herramientas imprescindibles para poder operar los sanitarios. Eso no debería nunca olvidarlo elGobierno antes de hacer el ridículo en sus comparecencias. Cuando se le pida cifras e informaciones nunca debe contestar «no tengo datos», para pasar directamente a hacer loas inútiles de heroicos esfuerzos. Esquivar esas cuestiones es hoy un acto de cobardía. Su miedo es comprensible porque todos somos al fin y al cabo humanos desbordados. Pero su obligación como Gobierno es vencer ese miedo y explicarnos honestamente por qué no tiene esos datos y cuando podrá tenerlos. Es mejor explicar las dificultades por la cual no se han conseguido que dejar flotando la sensación de que nadie se encarga de recogerlos, de que no hay nadie ahí al otro lado y estamos solos.
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