Opinión

Condenados a morir de hambre

Vino a España en la época de Aznar. Procedente de una nación destrozada, traía a una hija de pocos años. Ingeniero naval realizó cualquier trabajo honrado y decente desde servir mesas a ordenar archivos. Cuando se vio obligada a dejar de trabajar víctima de una grave cardiopatía, se adaptó a sobrevivir con una pensión miserable. Había ahorrado y se compró un piso. Fue una compra totalmente legal protocolizada ante notario e inscrita en el registro de la propiedad. Entonces llegó la Agencia tributaria y le comunicó que el anterior propietario de su vivienda debía dinero a Hacienda. Ella era un tercero de buena fe que había cumplido la ley escrupulosamente en la adquisición, pero los bonus boys de la Agencia tributaria le comunicaron que tenía que entregarles la misma cantidad que le había costado aquel piso adquirido con mil sudores y sacrificios. Recurrió, pero en una decisión que, como tantas otras adoptadas por una Agencia tributaria que pierde más del 51 por cien de las causas ante los tribunales, apestaba a prevaricación, los bonus boys le embargaron las cuentas con los modestos ahorros de toda una vida. En un país como Estados Unidos, una medida así sólo puede ser dictada por un juez y tras escuchar a las dos partes. En España, la Agencia Tributaria entra en las cuentas corrientes como un asaltacaminos y arrambla con lo que, años después, los tribunales dirán que nunca debió arramblar. Así, esta mujer –unas de las más nobles y dignas que he conocido en más de seis décadas de existencia– se vio con las cuentas bloqueadas, con su ridícula pensión embargada y con la imposibilidad de utilizar unos humildes ahorros mientras la amenazaban con subastar su vivienda obtenida a costa de privaciones y renuncias. Entonces llegó el coronavirus. Gracias a una de las normas dictadas por Montoro obedecida por ella a rajatabla, en casa sólo tenía mil euros para mantenerse ella y su nietecito de cuatro años. Se esfumaron como el rocío de la mañana y eso que no se dedicó a acumular papel higiénico. Luego vino la perspectiva de la muerte por inanición. Sola, con una criatura, sin un céntimo, su única preocupación era saber qué sería de su nieto si a ella le fallaba el corazón. La Agencia tributaria puede estar satisfecha. Ha condenado a una minusválida y a su nieto a morir de hambre