Opinión

En bandeja

No entraré en el enjambre de normas que va alumbrando esta pandemia porque tiempo y multitud de futuros pleitos llevarán a estudiarlas e interpretarlas: no prejuzguemos. Sí quiero detenerme en dos cuestiones que son presupuesto de ese amasijo normativo elaborado, más que con urgencia, con prisas. Una es la bondad jurídica de la declaración y extensión dada al estado de alarma y otra la invocación del artículo 128 de la Constitución para justificar variadas medidas de intervención económica.

En cuanto a lo primero algunos consideran que por la limitación de derechos y libertades que comporta, lo decretado no es un tanto un estado de alarma como de excepción encubierto, con lo que se habrían soslayado las mayores exigencias de su declaración. Discrepo. Creo que no se duda de que lo pertinente es el estado de alarma: así se deduce de la ley de 1981 –regulador de los estados de alarma, excepción y sitio– que lo prevé precisamente para calamidades naturales entre ellas, y expresamente, las epidemias; además apodera al gobierno para limitar la libertad deambulatoria, practicar requisas o intervenir empresas entre otras medidas.

Frente a esa causa natural que es presupuesto del actual estado de alarma, el de excepción también permitiría limitar la libertad deambulatoria aparte de otros derechos ajenos a esta crisis, pero la diferencia con el de alarma es de fundamento: se declara el estado de excepción ante una crisis de índole política o social que implique una alteración del orden público, y se justifica porque sus causantes impiden el libre ejercicio ciudadano de los derechos y libertades, el normal funcionamiento de las instituciones o de los servicios públicos esenciales.

Esa pertinencia del estado de alarma no impide preguntarse si hay desproporción en sus medidas. Ese es otro asunto como lo es qué pueda haber de imprevisión y retardo en su declaración más de incumplimiento de la obligación exigida por la Ley de Salud Pública de informar verazmente ante riesgos colectivos contra la salud. Seguramente esa será una de las bases que inspirarán las reclamaciones de responsabilidad, tanto personal como objetiva, que cabe presagiar. Y dejo al margen otras cuestiones ya de alcance político-constitucional como el cierre de facto del Parlamento, cercenando su función de control, o cuestiones políticas sin más, como las interesadas ayudas públicas otorgadas precisamente ahora a los medios de comunicación o esas ruedas de prensa amañadas.

Y el artículo 128. Prevé la subordinación al interés general de «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad». Es un precepto cuya inconcreción suscita incertidumbre, es más inspirador que regulador y que encierra una obviedad; además debe relacionarse con su última previsión: permite «la intervención de empresas cuando así lo exigiere el interés general». A propósito del mismo se ha concluido que el modelo económico de la Constitución es el de un sistema mixto: ni capitalista puro ni socialista, sí responde a una economía social de mercado, máxime por la carga de objetivos de política social y económica que manda procurar a los poderes públicos.

Ahora bien, si la tutela constitucional de la libertad de empresa y de la propiedad privada no justifica, por exceso, un capitalismo duro, su carga «social» tampoco permite el exceso de justificar un modelo socialista. Ahora ese artículo ha cobrado actualidad al invocarse como coartada para ir hacia políticas netamente socializantes, de condena a las empresas grandes, medianas o pequeñas al pervertir la idea de interés general, precisamente cuando vienen tiempos en los que preservarlas debe ser elemento constituivo del interés general rectamente entendido.

Vivimos este drama pandémico en el peor de los escenarios: desunión europea, Estado fragmentado e ineficaz y un gobierno socialcomunista, inepto en la gestión y que da a entender que la pandemia le sirve en bandeja avanzar en su modelo económico, acentuando el panorama desolador que se atisba.Y es que el comunismo, para arraigar, necesita pobreza, paro y masas proletarizadas que justifiquen un Estado asfixiante, todo menos prosperidad, empleo, clase media y una sociedad abierta. Es Lenin en estado puro. Durante el último zarismo el campo ruso padeció una hambruna terrible y sus correligionarios quisieron enviar ayuda, pero Lenin lo impidió: «El hambre cumple una función progresista». Como el coronavirus.