Opinión
Después de la epidemia
Después de la epidemia llegó la desolación y con la desolación, el desconcierto. Luego todo se trastocó, y en el curso de décadas, a veces de siglos, acabó remodelándose la economía, la distribución de las rentas y el poder. Así lo ha destacado el profesor Walter Scheidel, quien encuentra en las grandes pandemias una de las fuerzas igualadoras más potentes que conoce la humanidad. Cierto es que esa era la contrapartida de una masiva pérdida de vidas humanas. Como escribió el emperador Justiniano en 541, al declararse la peste en Bizancio, «la muerte ha viajado por doquier», tanto que «había más muertos que vivos». Ocho siglos más tarde la peste negra irrumpió en el desierto de Gobi y se extendió, en el curso de tres décadas, por todo el Viejo Mundo. El historiador Ibn Jaldún señaló que «arrasó naciones e hizo desaparecer poblaciones; … todo el mundo habitado cambió». Según el recuento que en 1351 hizo el papa Clemente VI los muertos ascendían a casi veinticuatro millones, al menos uno de cada cuatro habitantes. En el terreno económico, señala Scheidel con respecto a Europa, «condujo a una espectacular reducción de la población», aunque no del capital. «La tierra, indica, era más abundante en relación a la mano de obra, los alquileres de tierras … cayeron tanto con respecto a los salarios (que) los terratenientes salieron perdiendo y los trabajadores pudieron volver a abrigar esperanzas».
Nada de esta experiencia histórica nos sirve ahora a los economistas para orientarnos en lo que haya que hacer. Nuestras sociedades ya no gravitan sobre la agricultura ni dejan morir masivamente a los que enferman. Tampoco podemos tomar lecciones de la última gran pandemia, la llamada gripe española que, en tres oleadas, infectó a una parte importante de la población mundial entre la primavera de 1918 y el invierno de 1919. Eran tiempos de guerra mundial y de postguerra, ya en diciembre del primer año, y la mortandad bélica se confundía con la epidémica. En España hubo ocho millones de contagiados y 260.000 muertos sobre una población de poco más de 21 millones de personas. La agricultura, que ocupaba al 55 por ciento de la mano de obra, apenas se resintió, pero la industria vio caer su productividad y redujo su producción. El PIB retrocedió apenas un 1,1 por ciento en 1918 para recuperarse después y crecer vigorosamente en 1920. Lo que ahora esperamos del coronavirus es una crisis diez o más veces más potente. La economía es más compleja, está abierta al mundo y sus instituciones, nacionales e internacionales, deberían ser capaces de arbitrar soluciones que no nos devuelvan a la antigüedad.
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