Coronavirus
Un confinamiento en ultramar (XXVIII): Un hombre bueno
José María Calleja, periodista, escritor, ha dicho adiós, envenenado de coronavirus, en esta primavera mortal
Fue un valiente. Un héroe cuando la palabra resulta casi herética, sucia de tanto repartirla de forma gratuita. Estuvo donde tocaba estar cuando hacerlo salía muy caro. Contra Franco y contra ETA, último vestigio franquista. Frente el verdugo, siempre, y a favor de las víctimas.
José María Calleja, periodista, escritor, ha dicho adiós, envenenado de coronavirus, en esta primavera mortal, mientras el New York Times informa que ha revisado las muertes por la enfermedad en 11 países y, en el caso de España, le salen 7.300 fallecidos adicionales entre el 9 de marzo y el 5 de abril.
Calleja ha muerto un 21, igual que Mark Twain, John Keynes, Nina Simone y Prince. Como el autor de Huckleberry Finn y El forastero misterioso sabía que los países que no encaran su historia están condenados «al aborrecimiento y la miseria recíproca». Como Simone y Prince, nadó a contracorriente en lo suyo, y fue acusado sucesivamente de estar cerca del PP y del PSOE, por supuesto junto a la policía en los días en que en el País Vasco gozaba de gran predicamento lamerle las botas a la mafia y resulta insoportable reivindicar el estado de Derecho o situarse en contra de los emplastes tribales. Fue estudiante de Filosofía y Letras en Valladolid.
Sus compañeros de entonces, por ejemplo mi madre, con la que acabo de hablar por teléfono, lo recuerdan como un hombre vital, comprometido, que no renunció a la alegría, que plantaba cara al chulo de turno sin dárselas de nada ni exigir medallas y, por supuesto, sin llorar por las esquinas a cuenta del sacrificio. Presentador de los telediarios de ETB, cosechó el odio más feroz de los pistoleros y sus secuaces, caso de aquel siniestro Pepe Rei, que hizo carrera mientras situaba a los colegas en el punto de mira del odio nacionalista.
En unos tiempos en que aquello podía conducirte al cementerio los palanganeros del terrorismo brillaban en panfletos como Egin y Ardi Beltza, de infausto recuerdo para cualquier persona que valore en algo la libertad. A diferencia de los cocodrilos al servicio de la ferocidad y sevicia, Calleja fue el rostro intachable, inteligente, rebelde y digno de una televisión autonómica por lo demás infame. Ejerció de presentador de un telediario que fue algo así como una antorcha de resistencia democrática bajo el aleteo de los buitres. San Sebastián amanecía con su rostro en dianas, lo amenazaron de muerte en diversos pasquines, lo tacharon de nacionalista español, españolista, franquista.
Cuando casi nadie abría el pico mientras la iglesia vasca callaba y/o bendecía a los asesinos y buena parte de la izquierda exhibía un atroz incapacidad para empatizar con los aplastados por la barbarie Calleja dió voz a los que nunca nadie preguntó nada. A los guardias civiles, policías, soldados recién llegados al País Vasco, que vivieron cercados por las hienas y fueron asesinados entre la indiferencia y el choteo.
Enterrados en unos pueblos perdidos de Andalucía y Castilla. Embozados de sombras porque nadie escuchaba la historia de los funcionarios tiroteados, los militares desventrados, los empresarios sometidos a chantaje, los profesores acoquinados por la mafia nacionalista y sus jóvenes cachorros y delatores y los periodistas amenazados. Muchos en mi generación descubrieron a al periodista con CNN+. Escribió libros esenciales para llorar a los ausentes y atender a la monstruosidad de cuanto vivimos.
Contra la barbarie: un alegato en favor de las víctimas de ETA, la diáspora vasca: historia de los vascos condenados a irse de Euskadi por culpa del terrorismo de ETA, Arriba Euskadi: la vida diaria en el País Vasco, héroes a su pesar: crónicas de los que luchan por la libertad y Algo habrá hecho: odio, muerte y miedo en Euskadi... El primero de estos, de 1997, juraría que, de hecho, el primero en atender a la historia de las víctimas, fue un bombazo. Si Italia tiene al periodista Roberto Saviano, si tuvo a los jueces Falcone y Borsellino, que pusieron todo al tablero aunque al otro lado acechase cosa nostra y su recua de sicarios y su coro de miedo, España encontró a gente como María San Gil, Rosa Díez, Jon Juaristi, Joseba y Maite Pagaza, Consuelo Ordóñez, Fernando y Enrique Múgica, Fernando Savater o el propio Calleja.
Los pueblos no existen más que como abstracciones mitológicas. La honestidad y el decoro de un puñado de justos no redime al resto de la colectividad de sus pecados. Pero también es cierto que gente como José María Calleja, que antepuso la dignidad al miedo, nos mejoran un poco. Aunque sólo sea porque los libros de historia contarán que en la hora más sucia y triste de la España contemporánea los perseguidos, los humillados y acribillados contaron con la voz y la pluma de un hombre, en el mejor sentido de la palabra, bueno.
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