Opinión

Rosa de sangre

El racismo ceba el acuífero de América. La psique de EE.UU. mumura envenenada desde la fundación del país. Los peregrinos trajeron los esclavos para los algodonales. Unos africanos bajo el látigo levantaron la Casa Blanca y el jazz mana de esa rosa de sangre que fue Nueva Orleans. EE.UU. creció hacia California a costa de las poblaciones originales, masacrados en un genocidio que hoy tapan bajo el demonio de Cristóbal Colón y el sortilegio de 1492. Decir hoy que el racismo es estructural resulta tan inexacto como injusto. Asunto distinto es que el sistema penal esté inevitablemente sesgado contra las minorías raciales y que la lucha de clases explique también porque resulta mucho más posible darte de bruces con la pasma en West Baltimore que en un restaurante asomado a Central Park. A la ecuación cabe añadir el delirio de las pistolas, que enerva a los agentes y hace que paseen por las calles de América como si estuvieran en Normandía. Cada fusil es un ojo y viceversa. Tampoco ayudan los tribunales, que acostumbran a fallar en favor de los policías, ni el corporativismo de los cuerpos, que a menudo han salvado el culo de las manzanas prohibidas. El sistema federal impide tomar medidas globales, con lo que todo queda en manos de gobernadores y alcaldes, parlamentos regionales y funcionarios locales. Pretender lo contrario, coartar la libertad de estatal y local, pondría al país en un escenario cercano al de la Guerra de Secesión. Por lo demás no es cierto que sigamos igual que en tiempos de George Wallace, aquel gobernador racista que amenazaba con impedir que los muchachos negros fueran a la universidad. Aunque parezca que han pasado milenios hace 12 años ganó las elecciones Barack Obama, que comparado con el tipo que hoy gobierna parece una combinación de Gregory Peck y James Baldwin. Cuando Obama ganó en 2008 yo vivía en Harlem y supe de la noticia mientras bebía un whisky en en un garito de jazz que fue propiedad de un músico de la orquesta de Duke Ellington. Celebramos hasta las mil y bailamos al son Sam Cooke y A change is gonna come. Hoy como hace décadas todavía acechan las serpientes del odio, pero el progreso es evidente. No volverán los días del KKK. Aunque escuchando a Trump me pregunto qué pensarían Kennedy y Lyndon B. Johnson.