Opinión
Alergia a la uniformidad
Uno ya solo espera que saquen pronto una de los Chicago Bulls con el número 23, el de Michael Jordan, porque se está muy enforofado con «El último baile».
Con las mascarillas está sucediendo lo mismo que con esos uniformes de los colegios de monjas, que siendo todos iguales, cada chica lo acaba adaptando a su propia personalidad recogiendo un poco la falda, doblándose algo las medias o tirando de desabotonamientos casuales para hacer identidad. Después de tantos filmes de la Marvel, la Covid-19 nos ha traído una sociedad de enmascarados donde la sonrisa hay que adivinarla en los ojos, porque este embozo preventivo y sanitario ha recortado el rostro de expresión, dejando a todos una cara de Mona Lisa en la que resulta imposible averiguar si se está alegre o de luto. Para salir a la calle ahora hay que acordarse de la cartera, el móvil, las gafas de sol, las llaves de casa y la mascarilla, este último «prêt-à-porter» que a más de uno le ha obligado a regresar a casa cuando andaba ya a punto de salir del portal y que nos urge a darnos una nueva idiosincrasia para que se nos reconozca en la multitud.
La gente, como aquel Don Pelayo, se ha lanzado a reconquistar las aceras después de semanas encerrada en los toriles domiciliarios. La bullanga es la estrategia de avestruz, el engaño colectivo que empleamos por esta geografía, para evitar mirar a la realidad de frente y convencernos de que hemos dejado atrás lo peor, porque con el parrandeo es lo que pasa, que, con el rebujito y el musicote, invita mucho a la despreocupación. Tenemos así las plazas y las escaleras urbanas convertidas en unas graderías atestadas de vecindajes S. A. y tribus juveniles que van haciendo de la mascarilla, la quirúrgica o esas sofisticaciones que son la FFP2 o FFP3, sin duda, la que utilizaría Darth Vader, una pirotecnia más del carácter.
En el hombre existe una alergia congénita a que le impongan un hábito y tiende por naturaleza a tunearse enseguida los atuendos para desmarcarse del resto, lo que prueba que el ciudadano de pie será muy gregario, como aseguraba Ortega y Gasset, pero que también conserva cierto prurito de individualidad. La mascarilla principió como una necesidad social y ha derivado en una «neolengua» esteticista («esteticién» no se debe emplear según indica la Fundéu) que está dando unos usos muy singulares, porque, como se aprende de Valle-Inclán, el estilo siempre comienza por una desenvoltura. Se aprecia así que hay peña que la malgasta en la barbilla, como para acunarse la barba dominical, otros la usan por debajo de la napia encabalgada y quien directamente la emplea de pulsera, quizá para que no se le coronavirice la muñeca.
La prenda partió del azul o blanco hospitalario para ir emborronándose con diseños para que podamos reconocer al del cuarto por el estampado. Las empresas lanzan colecciones como si la mascarilla fuera lencería fina, y los equipos de fútbol las venden con sus escudos para goce de la hinchada. Esto nos indica que la sociedad asume como normal lo que era excepción. Uno ya solo espera que saquen pronto una de los Chicago Bulls con el número 23, el de Michael Jordan, porque se está muy enforofado con «El último baile».
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