Opinión

Vivimos en el mejor país del mundo

Como un eslogan turístico salido de la campaña de la Costa del Sol en la época de Fraga Iribarne. Como un viejo exprimiendo un limón seco, a la manera de Panero. Tan hueco como el agujero de un donut. El presidente ha conseguido que de los árboles crezcan manjares para los niños de Ayuso y que esta lluvia que acaricia las calores sea maná para los sentidos. No consiguió respiradores, ni mascarillas, ni test, pero eso a quién le importa, que cantaría el ministro de Interior, cuando ya se arrugan las toallas para que quepan en la parcela que nos regalará el Gobierno. Los muertos que aún tiemblan de miedo en sus tumbas fallecieron en el mejor país del mundo, lo que debe otorgar un pasaporte inmunológico a la eternidad. Sánchez se reía, casi lisérgico como el puto lobo de Wall Street. Nos vende acciones caducadas con la desvergüenza de un broker hambriento de gloria. España es el mejor país del mundo. Una frase para comenzar la negociación con ERC. Que apunte el relator. Borren las cifras de metirijillas de Simón, los epítetos bocachanclas del vicepresidente segundo y hasta el número cabaretero, espléndida actuación, cuando supe toda la verdad, señoría, ya era tarde para echar atrás, de Marlaska, el juez estrella convertido en juguete roto de este festival de Eurovisión, cero muertos en varios días, al que solo le faltan las plumas de pavo real de María Jiménez, la mujer que vivió para contarlo, no los 44.000 que dice el Ine. Ay, no puede construirse un relato épico con la estadística que siempre viene a joder el romance de valentía. Los números del paro, por ejemplo. Si no interesan los difuntos, para qué preocuparse de los desempleados que tienen la suerte de acudir a un banco de alimentos o, a unas malas, de cobrar el ingreso mínimo vital. Y tan vital. Hay que tener ganas de quejarse cuando todo son brotes verdes. Miénteme. Dime que me has esperado durante todos estos años, Johnny. Olvida los aplausos y pon en cuarentena las cacerolas. Hasta hace poco, España era una unidad de destino en el mamarracho, pero hoy se levanta fuerte aunque sin bandera. La culpa, al cabo, de este vodevil, la tienen los otros. Usted o su vecino. Dejamos que nos susurren al oído mientras circulan los coches fúnebres. Tanto optimismo macabro nos distrae de la muerte y de lo que hemos descubierto de nosotros.