Opinión
La nueva normalidad, ni es nueva ni es normal
La pena es que no salimos de esto mejores, como decían los aplaudidores de las ocho coreadores del “resistiré”. Salimos gilipollas
Pedro Sánchez nos devuelve a la normalidad -la nueva, no la vieja- como si hubiese abierto toriles: ufano, pintón y orgulloso, y a ocho días, ocho, del día del Orgullo LGBT. Siempre tengo la sensación de dejarme consonantes cuando lo escribo.
La última homilía de Sánchez en estado de alarma, a unas horas de levantarse este, ha sido triunfalista y autocondescendiente. “Según estudios científicos independientes” dice -y suena como un “van diciendo por ahí”- “450.000 vidas se han salvado en nuestro país y más de tres millones en todo el continente europeo”. Ni sabemos cuáles son esos estudios independientes, ni quién los ha realizado y de qué modo, ni cómo se calculan las vidas salvadas. ¿Son diagnosticados a los que se ha asistido sanitariamente? ¿Es una estimación de contagiados supervivientes, asintomáticos y sin asintomaticar? ¿Es un número aleatorio? Si afinan un poco más, no es redondo y me lo dejan en cinco cifras, voy llamando a Doña Manolita.
En su inmensa benevolencia, Sánchez, con esa naturalidad tan poco natural que le caracteriza -como si fuera Jeffrey Dahmer tratando de que nadie sospeche que tiene un cadáver en el sótano a medio devorar-, reconoce el protagonismo a aquellos que más han hecho por todos nosotros. Y empieza entonces la lista de los reyes godos.
A los sanitarios, a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, policías autonómicas, policías locales, a las Fuerzas Armadas, a los trabajadores, a los agricultores, a los empleados de supermercados, a los transportistas, al personal de limpieza, a los profesionales de las telecomunicaciones, a los del suministro de energía y agua, a los profesores, a los maestros, a los educadores sociales, a los psicólogos, al mundo de la cultura, a los deportistas, a los profesionales de la comunicación, a los que cuidan de los mayores, a los científicos, a los pequeños, a los jóvenes, a los mayores. Y a las mujeres.
Parádmelo todo.
Si damos las gracias a los policías locales, por poner un ejemplo, estamos dando las gracias a los policías locales hombres y a los policías locales mujeres. Y si agradecemos su labor a los agricultores, nos referimos a los agricultores hombres y a los agricultores mujeres. Si hacemos una enumeración innecesariamente extensa de profesiones. -gracias a todos, valientes-, añadir la cualidad de ser mujer en un epígrafe aparte es dotar a la genitalidad de carácter determinante como atributo. Bomberos, toreros, ebanistas y mujeres. Interpreto yo, por estructura y función sintáctica, que entre los bomberos, toreros y ebanistas no se incluyen mujeres. Por lo innecesario de añadirlo si ya estuviesen dentro de otro de los colectivos enumerados previamente. Y si es necesario subrayar la condición de fémina, si eso implica que la condición de mujer merece un agradecimiento extra, entonces sí, añadimos mujer.
Pero si lo que queremos es igualdad sin renunciar a la visibilidad -porque consideramos que la generalización implica la invisibilización de la mujer pero no la del hombre, por lo que sea- a lo mejor tendría que haber prestado más atención al lenguaje inclusivo. Que nos estamos relajando con eso.
Propongo, por lo tanto y si esa era la intención, en lugar de añadir a las mujeres al final, desdoblar el género desde el principio. Largo, quizás farragoso, sí. Laborioso incluso. ¿Pero quién quiere ahorrar esfuerzo ante una causa justa? Así pues, lo suyo sería dar las gracias a los sanitarios y las sanitarias, a las fuerzas y los fuerzos y cuerpos y cuerpas de seguridad del Estado, policías y policíos autonómicas y autonómicos, policías y policíos locales, a las Fuerzas y los Fuerzos Armadas y Armados, a los trabajadores y las trabajadoras, a los agricultores y las agricultoras, a los empleados y las empleadas de supermercados, a los transportistas y transportistos, al personal y personol de limpieza, a los profesionales y las profesionalas de las telecomunicaciones, a los y las del suministro de energía y agua, a los profesores y a las profesoras, a los maestros y las maestras, a los educadores y las educadoras sociales, a los psicólogos y psicólogas, al mundo de la cultura, a los deportistos y las deportistas, a los profesionales y las profesionalas de la comunicación, a los y las que cuidan de los mayores, a los científicos y las científicas, a los pequeños y las pequeñas, a los jóvenes y las jóvenas, a los mayores y las mayoras. A todos y todas. Gracias.
Pero Sánchez ha abierto toriles. Y hemos salido como morlacos a embestir a portagayola a lo que sea que nos esté esperando. Con más ganas de estar fuera que un exalcóholico de pedir un gintónic en la boda de su hija.
La pena es que no salimos de esto mejores, como decían los aplaudidores de las ocho coreadores del “resistiré”. Salimos gilipollas. Vandalizando estatuas, censurando películas, revisionando la historia o, al menos, pretendiéndolo. Exigiendo reparación por el curso de la historia, por la evolución. Gente a la que no le han hecho nada reclamando a gente que no ha hecho nada disculpas por algo que hicieron otros a otros distintos. Buscando la igualdad a fuerza de dividir. Como si no tuviéramos nada mejor que hacer. Como si el haber estado 98 días -entre el Día de la Mujer y el del Orgullo Gay, día arriba, día abajo, ambos fuera de arresto domiciliario- con nuestros derechos cercenados, la libertad deambulatoria el primero de ellos, lo que nos hubiese enseñado es que a lo que podemos, y debemos, aspirar es a ser más tontos de lo que ya éramos.
La nueva normalidad, ni es nueva ni es normal. Se me está haciendo largo el verano sin empezar.
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