El Gobierno de Pedro Sánchez

La batalla de la reconstrucción

La estrategia ahora es una huida hacia delante basada en culpar a la oposición y criticar la insolidaridad de los países europeos que defienden la austeridad.

Nada me gustaría más que Sánchez no tuviera que atravesar el duro camino que sufrieron Zapatero y Rajoy como consecuencia de la crisis de 2008. En este país tan frentista debería ser ocioso decirlo e incluso tendría que llamar la atención hacerlo. Estamos sufriendo una politización que acaba siendo estomagante, consecuencia de un exceso de profesionales de la política en el peor de los sentidos. Los partidos se están convirtiendo en un fin en sí mismo y no en un instrumento al servicio de la sociedad. Esto explica que Sánchez no quiera saber nada del PP porque tiene miedo de que el PSOE acabe como el PASOK en Grecia. A esto hay que añadir que tener a los comunistas y antisistema dentro del gobierno le garantiza la paz social. Sin lugar a duda quiere lo mejor para España, pero conciliándolo con mantenerse en La Moncloa a cualquier precio. Zapatero dio en su época una lección cuando tuvo que tomar decisiones impopulares que le costarían la derrota de su partido en 2011. Era muy consciente de ello.

La estrategia ahora es una huida hacia delante basada en culpar a la oposición y criticar la insolidaridad de los países europeos que defienden la austeridad. Este proceso no se tendría que afrontar con base en una estrategia política interna, marcada por la fragilidad parlamentaria y el temor a acabar como el PASOK, sino en clave europea. Es decir, presentando un frente común con el PP y Cs con la vista puesta en medidas y reformas que permitan conseguir ese paquete de ayudas en las mejores condiciones posibles. Al igual que sucedió con la Guerra de Flandes, donde fue necesario enfrentarse a unos súbditos que eran desleales con su legítimo señor, este es un escenario que España no puede ganar desde la arrogancia y sin entender el fundamento de las exigencias de los llamados países «frugales». El imperio español perdió finalmente los territorios de la Casa de Habsburgo que recibió Carlos V de la herencia de su abuela María, duquesa de Borgoña y esposa del emperador Maximiliano, pero lo peor es que se enterraron muchas vidas humanas y recursos fabulosos. Hubieran sido más útiles para modernizar la España de los Austria. En lugar de ello, se dilapidaron los recursos de Castilla y los virreinatos americanos e italianos. Las diecisiete provincias de los Países Bajos caminaban con paso firme a la independencia tras el éxito de la Reforma en esos territorios y las ambiciones de los Orange, así como la nobleza y la burguesía neerlandesa.

Desde entonces hasta nuestros días, las relaciones con Holanda han sido frías porque los rebeldes contra su soberano se dedicaron a promover la injusta Leyenda Negra contra España y explicaron su versión de una guerra por la independencia. Por supuesto, los ejércitos españoles actuaron con dureza y crueldad en aquella larga guerra que duró, con sus treguas, ochenta años. El tema es apasionante a la vez que complejo, pero Holanda no es uno de esos países que podamos considerar como «hermanos». A pesar de ello, también es cierto que sus exigencias y la de sus aliados son comprensibles. Lo más popular es seguir al rebaño y arremeter contra ellos. Es cómodo acusarles de insolidarios e incluso de que ponen en riesgo la Unión Europea. Se ha llegado a decir, olvidando que son fundadores de la CEE, que van en contra de sus principios fundacionales. Es todo un despropósito. La izquierda ahora empatiza con Merkel, aunque ni he leído ni he escuchado que asuma los planteamientos españoles. Todos defienden la condicionalidad, aunque es diferente el grado de intensidad. No ayuda la bravuconería gubernamental a la hora de dar lecciones de sensibilidad social pagando nuestros socios europeos.

Esos países, como buenos protestantes, tienen una mentalidad más austera en el uso de los recursos públicos. No digo que sean mejores o peores, sino que tienen a gala el cumplimiento estricto de los criterios de convergencia. Es algo fácil de entender con un conocimiento superficial de los países del centro y norte de Europa. En el caso austríaco pesa más el componente alemán que el católico. Los criterios de convergencia siempre me han parecido algo lógico, porque su espíritu debería marcar no sólo los presupuestos públicos sino también los de las empresas y las familias. Este despilfarro que hemos vivido en España durante las últimas décadas es una barbaridad. El endeudamiento público para pagar gasto corriente no tiene ninguna lógica económica. Es llamativo el fervor hispano por los créditos al consumo. Como lo es el crecimiento del personal no esencial en las administraciones públicas, el gasto superfluo, las duplicidades, el uso y abuso de los coches y aviones oficiales, las construcciones faraónicas a mayor gloria de nuestros gobernantes y sus partidos y una larga lista de cuestiones que nos separan de la austeridad de los «frugales».

A todo el mundo le gustaría gastar sin pensar en un mañana como pretendía el gobierno social-comunista. La respuesta es de primero de Económicas: «¿Cómo se paga?». Más allá de las ideas de cateto sobre incrementar la recaudación fiscal persiguiendo el fraude, como han hecho todos los gobiernos, u otros planteamientos imaginativos sin fundamento, la realidad es que la austeridad y la prudencia son buenos fundamentos para una exitosa política económica. Los países europeos bien gestionados anuncian la reducción de impuestos para incentivar el consumo y acelerar la recuperación. En cambio, nuestro gobierno se plantea todo lo contrario. El problema es que podemos quedar descolgados del rebaño y acabar como en la anterior crisis. Y cada día que pasa soy más pesimista, aunque me encantaría equivocarme.