Opinión
Obertura
Hace menos de dos meses cundió la idea de que el Covid-19 entraba en una fase relativamente benigna y apaciguada. Aterrizábamos en lo que el Gobierno social peronista llamó la «nueva normalidad», una etapa en la que, bajo ciertas condiciones, podríamos recuperar parte importante de la vida previa a la enfermedad. Incluso hubo ceremonias gubernamentales para cerrar simbólica y políticamente la tragedia. Hoy sabemos que no es así. Estamos muy lejos de alcanzar cualquier clase de «normalidad». Lo único «normal» que hay son las vacaciones de la clase política, en particular las espléndidas del Presidente del Gobierno.
La enfermedad no reviste, claro está, el dramatismo que llegó a tener en abril y en marzo. Pero no se ha ido, ni es menos agresiva, ni más lenta en cuanto al contagio. Vivir con ella no consiste sólo en seguir unas reglas higiénicas y de comportamiento. Es adoptar una forma distinta de vivir y de relacionarnos con los demás, algo que en nuestro país, donde estábamos acostumbrados a la cercanía y la relación directa –también por eso somos, o éramos, una gran potencia turística–, va a resultar muy difícil. Por no hablar de la nueva inestabilidad que va a traer en el trabajo (véase lo que está ocurriendo con el periodismo y la enseñanza) o en la forma de comprar.
Por mucho que quiera nuestro gobierno, tampoco va a ser posible mantener los usos políticos habituales hasta ahora. Ni la gestión de la crisis sanitaria, que va a perpetuarse, ni la de la crisis económica, que va a requerir una nueva disciplina, se van a encauzar mediante eslóganes y maniobras tácticas, como se intentó hacer en marzo con el resultado de 46.679 personas fallecidas (a día de hoy). Habrá que establecer reglas de cooperación entre administraciones –en particular entre CC.AA. y Gobierno central– y entre partidos políticos. No se podrá seguir regando de dinero la economía durante mucho tiempo, ni con toda la UE detrás. La propia enfermedad, y la economía –y el turismo– penalizarán a los países cuyos gobiernos sigan en guerra partidista. España es ahora mismo uno de los mejores ejemplos. Todo eso por no hablar de los gigantescos cambios que se van a producir en el reparto del poder internacional. El espectáculo que acaba de dar nuestro país, desterrando a su Rey en el mismo momento que pide 20.000 millones de euros para sus desempleados resulta definitivamente esclarecedor.
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