Opinión

Qué bello es prohibir

Tenemos la gran solución al gran problema. Hemos descubierto lo bello, y lo práctico, que es prohibir. Con el virus en modo bolchevique, lo mejor es hacerle frente con una guerrilla a la manera de cuando Castro se dejó barba e inventó que un «hipster» antes que nada puede ser un asesino. La prohibición se ha convertido en el salvavidas de nuestros gobernantes, que se reproducen como los gremlins en diecisiete muñecos, cada uno con su territorio para hacer diabluras, a falta de que un solo monstruo se coma al covid. Todo lo admite el miedo. Cualquier ocurrencia es grata antes que guardar silencio y trabajar para que la pandemia no se extienda más allá de los muros de Mordor. Ayer, 13 de agosto, podrá marcarse en el calendario futuro, capitán a posteriori, como en su momento se hizo con el 8 de marzo. Cuando las tumbonas se queden vacías y los hospitales se llenen de pieles bronceadas a las que les falta el aire, no podrá decirse que los presidentes autonómicos no hicieron todo lo que estaba en su mano. Apenas nada. Prohíben porque no saben qué hacer, y solo les queda el comodín de las restricciones. Es tal la alarma que en una cabeza digamos normal ya se habría llamado a rebato, pero no hay más cabeza que las de los langostinos que se dejan al pie de ciertos mostradores. Sigan pues, los diecisiete, prohibiendo, sin respaldo científico consensuado, para parecer que existe un almirantazgo en lugar de aprendices de grumete, y continúe el ministerio del tiempo a la espera de que nos pongamos de rodillas para pedirle que nos salve del caos para llevarnos al desastre, a cualquier lugar, porque lo importante es avanzar hasta que sea el abismo el que se aterrorice cuando nos vea. Pero hete aquí que lo que no puede prohibirse es el virus. Aunque, visto lo visto, por qué no probar a ver qué pasa.