El extraño entierro de fray Raimundo

Hace siglos que el hermano Manuel Fernández, de 68 años, se dejó el acento de León en parte ignota. Ahora la voz le pendulea en vaivenes largos, efectistas, de mago que encandila a su público, como una bossa nova con finales agudos en la que el castellano no pega nada. Supongo que él tampoco pega nada en la desembocadura del Amazonas, en la isla de Marajó. A Manuel lo conocí por Francisco Javier Tello, cuya misión está en Río de Janeiro, en las favelas. Allí no hay confinamiento que valga, cada pared linda con la siguiente, la cocina se derrama en el dormitorio y éste en el baño del vecino, como un manto de lava incesante de vida y virus. Al menos han muerto ya cuatro agustinos recoletos en Brasil. Fray Raimundo era viejo y vete tú a saber qué comió o bebió que se puso muy malo y fue al puesto de salud, donde cogió coronavirus. «Como aquí la medicina está muy pobre, de 20 que se contagian, 10 mueren». Cuatro operarios de blanco se llevaron el féretro a hombros. Lo del cementerio no era tan fácil, me explica fray Manuel, y la voz se le acelera. «Los políticos corruptos se quedaron el dinero…» Al monje de León le da una risa floja cuando cuenta la historia. Es una carcajada extemporánea, que me desconcierta y me aleja de él, porque hablamos del hermano fallecido. «He llorado como nunca en mi vida», aclara, como disculpándose. «Fueron al lugar que nos habían asignado y cavaron la tumba, pero cuando quisieron meter a fray Raimundo… ¡resultó que había otro cuerpo, otra persona enterrada!». Y vuelta a las carcajadas a borbotones.

-¿Y qué hicieron?

-Pues nada, anduvieron cincuenta metros más allá y cavaron agujero nuevo. Pusieron cuatro palos para saber bien dónde está. Yo no me pienso ir de aquí, amo a esta gente, cuando hay vocación te sientes feliz, pero además he prometido que no me muevo hasta que el hermano no tenga una sepultura como Dios manda. Y esta vez se sonríe quedo, menos mal.

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