Opinión

Hacer justo lo contrario

Acabo de leer la frase definitiva que ha pronunciado en una entrevista el cantante americano Mark Oliver Everett, hijo de Hugh Everett III, el físico cuántico que creó la teoría de los universos paralelos, quien me ha dado la clave de lo que pensamos una amplia mayoría sobre lo que está haciendo Europa en estos tiempos de pandemia. El compositor de baladas cálidas y elegantes ha declarado “Ahora que yo tengo un niño pequeño le diría a mi progenitor, gracias por darme un ejemplo de todo lo que no tengo que hacer como padre. Me limito a hacer justamente lo opuesto”. Pues eso: los países europeos, que ni nos miran porque les da vergüenza ajena, hacen justamente lo contrario a lo que hace España con medidas mucho más coherentes y razonables que no están elaboradas para fastidiar al partido de la oposición del país correspondiente ni a la ciudadanía, poniéndola en peligro de la ruina más espantosa. Por ejemplo Merkel impone medidas drásticas a nivel nacional, es decir, no se desentiende como Sánchez, y prevé salvar la campaña de Navidad cerrando ahora todo, menos los colegios y el comercio y abriendo de par en par a partir del primer día de diciembre para que todo el mundo se integre en el espíritu navideño. Pero, claro, Merkel no es Sánchez ni lleva a los amigos a veranear de gorra a propiedades de Patrimonio Nacional ni impide que ningún Comité de Transparencia la investigue.

Pero vámonos más lejos. El toque de queda ayudó a Melbourne a controlar la segunda ola de coronavirus y hoy están teniendo una vida más razonable y desahogada. No nos damos cuenta del daño que se hace absolutamente a todos los que contribuyen a crear una sociedad de altura, porque somos el país de la ignorancia y de la trampa. No existen campañas de concienciación no sólo para asumir normas, sino para crearlas por nosotros mismos. En ello nos va la vida y no en una manifestación el 8 de marzo de unas cuantas empoderadas infectándose las unas a las otras de forma desconsiderada, sin informar a la población de que estábamos ya metidos hasta los ojos en una pandemia que acabaría con la vida de tantas gentes cercanas y queridas. Estamos viviendo una época asquerosamente populista, tanto por la izquierda como por la derecha. Pero sobre todo por una ultraizquierda estomagante que pretende investirnos de un bolivarianismo bananero que la ignorancia patria no asimila porque lo interpretan como abalorios de colores. Por eso, y aunque me cueste, me sumerjo en el mundo estadounidense y en la euforia previa a unas elecciones presidenciales, como la que allí se respira en estos días previos a los comicios que decidirán si Biden o Trump para los próximos cuatro años. Y lo hacen de una manera festiva, sin complejos y casi sin mascarillas, que allí se utilizan lo justo. En un país donde no dudan que las ideas están sobrevaloradas, que no sirven de nada si no hay una mano eficaz que las ejecute; donde el sentimiento patriótico les eriza la piel y donde el himno y la bandera son elementos sagrados que nadie puede ofender ni insultar ni profanar, igualito que aquí pero al revés; en un país donde lo importante es la defensa de su territorio y de quienes lo ocupan, celebran la elección de su máximo mandatario de una manera muy festiva y poco agresiva, agitando su enseña, su estandarte, por aquí y por allá, inundando con su colorido y sus estrellas calles, balcones y hasta vestimentas y sombreros. El orgullo de ser y de pertenecer a su país permite que se les perdone todas sus barbaridades, que no son pocas. Pero muchos, que sentimos esas carencias, los envidiamos.