Opinión

La izquierda exquisita de Trump

Apenas habían pasado unos pocos días desde las elecciones del 8 de noviembre de 2016 cuando miles de personas se manifestaron en varias ciudades de Estados Unidos. Estaban convocadas para protestar contra el resultado de las urnas. ¿Tiene lógica protestar contra lo que han decidido los votantes en un país democrático? Esos votantes habían elegido a Donald Trump como su presidente, y quienes estaban en las calles no lo aceptaban de buen grado.

La paradoja era que muchos de quienes mostraban su rabia se habían abstenido o habían votado inútilmente a Jill Stein, la irrelevante candidata del Partido Verde, cuya presencia en la contienda electoral fue la mejor noticia que podía tener Trump.

Décadas atrás, en 1970, el magistral periodista y escritor norteamericano Tom Wolfe publicó un libro en el que retrataba a un linaje específico de la izquierda, al que definió con una expresión muy descriptiva: los «radical chic». No se necesita traducción, pero en España optaron, con cierta licencia literaria, por poner como título «La izquierda exquisita». En esa misma época, los franceses bautizaron a ese sector social como la «gauche divine» o izquierda divina. Chic, exquisita, divina… En todo caso, muy orgullosa de sus ideas y estilo de vida, pero no siempre práctica en materia electoral.

El sector más izquierdista de los votantes del Partido Demócrata odiaba a Hillary Clinton. No soportaba que la supuestamente corrupta candidata, apoyada por el capitalismo elegante y liberal de Wall Street, encabezara el ticket electoral después de haber derrotado en las primarias a Bernie Sanders, el aspirante más extremista en años, adorado por los más esencialistas y poco dados a realizar análisis sobre la realidad de las cosas. El proceso de reflexión de esos votantes era simple (simplista), y sus consecuencias parecían obvias a la vista de los sondeos: no era necesario ensuciarse las manos apoyando a la malvada Hillary porque daban por seguro que eso no tendría consecuencias inconvenientes al no existir el riesgo de que Trump ganara. Tal creencia resultó ser un desatino.

En estos cuatro años, la izquierda exquisita ha tenido tiempo para reflexionar sobre su error de 2016. Trump ha ejercido la presidencia siendo Trump. Sin matices ni complejos. Es cierto que no ha cumplido todas sus promesas: ni ha completado el muro fronterizo con México que empezó a construir el presidente Bill Clinton, ni ha superado el número de inmigrantes expulsados por el presidente Barack Obama. Además, la pandemia ha deteriorado bruscamente las buenas cifras económicas que tenía Estados Unidos antes de que empezara la crisis sanitaria. Los datos de Trump eran extraordinarios, aunque no habían surgido desde el vacío. Obama le había legado una situación muy favorable, tanto de crecimiento como de empleo.

Pero Trump sí ha sabido satisfacer a su hinchada, especialmente al sector más desaforado, siempre dispuesto a aceptar como inteligente a alguien tan necio como para calificarse a sí mismo de genio. Ha hecho mucho ruido y ha polarizado al país. Pero no ha destruido, como le hubiera gustado, la democracia americana. Si gana mañana tendrá cuatro años más para intentarlo.