Análisis

Eterno pibe de oro y barro

Fue un ángel caído y bueno, amoratado e inigualable, desenfrenado y pasional para toda una generación

Diego Armando Maradona fue un ángel caído y bueno, amoratado e inigualable, desenfrenado y pasional, para toda una generación de niños que crecimos bajo el fulgor del Estadio Azteca. Que nos hicimos hombres acunados por los versos de Calamaro. Que descorchamos tequila y brindamos por el hombre cosido a una pelota de cuero y que tenía, ay, «Tiene un guante blanco calzado en el pie del lado del corazón». Fuimos los que cantamos barrilete cósmico, de qué planeta viniste, cuando el meteoro desarmó la historia del fútbol en la cabalgata de todas las walkirias. Somos los que sufrimos con cada uno de sus excesos, patinazos, derroches y líos. Los que lamentamos sus declaraciones lisonjeras y sus carantoñas a varios dictadores, los que deploramos sus espectáculos catódicos, los que lloramos con cada amago de sobredosis, con cada ingreso en clínicas de rehabilitación, con cada cirugía y más.

Hubo un Maradona en el pasto y otro fuera. Ya, claro, sucede lo mismo con todos los artistas. Pero quizá por aquello de su condición semidivina el hombre hijo del mito no pudo dar un paso sin cargar también con la roca imposible. Con la adoración fatal que lo ahogaba y que transformó poco a poco su vida en un desfile fieramente humano, por momentos monstruoso. Un carnaval que deleitaba a sus enemigos por sus camisas de seda, sus excesos psicotrópicos, sus relojes como batracios de oro, sus altercados con la prensa, sus declaraciones delirantes, por los programas de televisión para olvidar y por las fotografías y vídeos y entrevistas no recomendables para ser visionados en horario infantil. Daba todo un poco igual porque tampoco importan demasiado los desbarres ni los cinturones de piedras preciosas y las llaves de kárate del Elvis Presley gordo y patoso de los últimos años.

Los dioses tienen derecho a hacer el ridículo hasta unos límites que los adultos nos sabemos prohibidos. Pero para nuestra desgracia, y sobre todo para la suya, también son mortales. Dioses mortales, si quieren, y por tanto sujetos igual que cualquiera al puñetero aneurisma, el infarto y el viaje sin retorno al cementerio. Maradona ha fallecido con apenas 60 años, juguete roto y triste de su propia grandeza. No hay civil capaz de emular, no digamos ya igualar, los logros que le vimos descorchar en el campo. En tiempos de futbolistas cortados por el patrón horterilla de Operación Triunfo la asilvestrada libertad del Diez de Dieces se antoja también como un galope hacia el abismo. Es cierto, como dijo alguien, que Messi fue Maradona a diario: perfecto en su insuperable capacidad para contradecir a Baudelaire y ser genial sin interrupción. Sin ánimo de comparar, eternamente subyugado por el talento atroz del muchacho maravilla de Rosario, reconozcamos que nunca ha dispuesto de aquel carisma casi radioactivo y la elocuencia entre peligrosa y adictiva, entre romántica e irresistible, que destilaba el niño de Villa Fiorito, que nació en el cinturón de miseria al sur de Buenos Aires.

Julio Chiappetta lo entrevistó hace poco para «Clarín». Le preguntó por lo mejor y lo peor que le pasó en la vida y si se arrepentía de algo. «Fui y soy muy feliz», respondió, «El fútbol me dio todo lo que tengo, más de lo que hubiese imaginado. Y si no hubiese tenido esa adicción habría podido jugar mucho más. Pero hoy eso es pasado, estoy bien y lo que más lamento es no tener a mis viejos. Siempre pido ese deseo, un día más con la Tota pero sé que desde el cielo está orgullosa». También confesó que a veces se preguntaba si la gente lo seguiría queriendo. Las rumores de malos tratos, la escopeta de balines, el ansia por la cocaína, la inevitable cercanía de la mafia en Nápoles, el melancólico cachondeo de las campañas contra la droga en España, la expulsión de mundial y el dopaje, los desastres como entrenador, las declaraciones homófobas y hasta las declaraciones de amor por los sátrapas... qué importa todo. Borges y Evita y Gardel... y junto a todos ellos, para siempre, gambetea ya un pibe de oro y barro con las alas heridas.