Cine

El espejo de Joan Crawford

Esto conduce a más de uno a convencerse, erróneamente, de que para redondear la personalidad es mejor el gimnasio y el bisturí que leer libros

Joan Crawford, «Baby Jane», «Johnny Guitar». Una de las luces de Hollywood. Una musa de rostro duro, del mismo vector que Katherine Hepburn, que Lillian Gish, que Gloria Swanson. De la actriz Norman Shearer dijo: «Siempre me ha gustado interpretar a perras y ella me ha ayudado mucho». A Bette Davies la glosó en un epígrafe todavía famoso: «Jamás me quedó tiempo para ser su amiga». Las actrices son la resultante de su imagen y de los personajes que interpretan, que no son más que la profundidad literaria de los guionistas, esos individuos que van mecanografiando y dotando de interioridades a los mitos.

Rita Hayworth lo comprendió muy bien y lo resumió con lucidez en un apunte biográfico: «Los hombres se acuestan con Gilda, pero por las mañana se levantan conmigo». El fan de turno va buscando en el intérprete el papel que les ha deslumbrado en la oscuridad del cine. Por eso después sobreviene siempre la desilusión inevitable, que no es otra cosa que el descubrimiento de la persona que existe detrás de cada actor/actriz.

La Crawford, que también era directiva de Pepsi Cola, todas las diosas esconden un fleco de vulgaridad, sabía que la mitad de su leyenda dependía de los focos de los estudios y el otro cincuenta por ciento de su expresividad, que en su caso más que una técnica era un temperamento.

Eve Arnold, la primera fotógrafa de la agencia Magnum, se ganó la confianza de esta mujer, rácana con los márgenes de su confianza, pero honda y fértil en odios y fobias, para retratarla durante dos meses en su día a día para uno de esos reportajes que se marcaba la revista «Life» (y que hoy parecen de ciencia-ficción en esto de la Prensa). Una baraja de instantáneas que, en parte, se muestran en una exposición sobre el cuerpo que hay en la Fundación Canal, y donde asoman las sevicias y los diferentes vasallajes a los que la Crawford incardinaba su voluntad para retener la juventud en su estrellato. El cine, ya lo atestiguaba Orson Welles en aquel documental, «Fraude», es el arte de la ilusión y la mentira. Lo que sucede es que el público se ha creído lo que ve. Piensa que las actrices son como refleja la gran pantalla. Como diría Álvaro Pombo, se ha creído las sombras de la cueva platónica.

Estas fotos desmitificadoras revelan que hasta la Crawford claudicaba ante estas subordinaciones estéticas. Está bien la contemplación de estas fotos, sí. No solo por deleitación, sino por lo que tienen de aleccionamiento. La sociedad insiste en darnos un reluz muy espontáneo de estas mujeres de la gran pantalla. Pero lo cierto es que su reflejo es más pirotécnico y artificioso que natural. Esta sociedad está permeada por unos cánones físicos que son irreales, pero que calan mucho en el ánimo. Esto conduce a más de uno a convencerse, erróneamente, de que para redondear la personalidad es mejor el gimnasio y el bisturí que leer libros.