
Opinión
La necesidad sin virtud
No es lo mismo cambiar de opinión que cambiar de principios en provecho propio, con la intención de engañar

Como afirmó el politólogo Robert A. Dahl en «Democracy and Its Critics» (1989), «la democracia no es tanto un estado como un proceso nunca concluido de avance hacia la igualdad política». Esta idea resulta especialmente pertinente en España, donde la Constitución de 1978 nos permitió recuperar la democracia tras más de cuatro décadas. Desde entonces, vivimos en un Estado social y democrático de Derecho, donde la soberanía reside en la ciudadanía, que elige a sus representantes mediante sufragio libre, igual, directo y secreto.
Nuestro modelo no se limita a las elecciones públicas. Incluye también a los partidos políticos, que deben regirse internamente por principios democráticos, como establece el artículo 6 de la Constitución. En el caso del PSOE, sus Estatutos contemplan que la elección del secretario general se realice mediante el sistema de primarias, con voto individual, directo y secreto. No se trata, por tanto, de un mero formalismo: garantizar la limpieza de estos procesos internos es esencial en cualquier partido que aspire a representar valores democráticos.
El Código Penal castiga los delitos electorales por vulnerar el libre ejercicio del sufragio y alterar la voluntad colectiva. Introducir papeletas en nombre de personas que no han votado constituye una suplantación tipificada como delito. Aunque la norma penal solo se aplica a los procesos electorales públicos, una alteración del voto en el ámbito interno de los partidos supone también una grave infracción de las obligaciones estatutarias, sujeta a responsabilidad disciplinaria.
En este contexto, quisiera referirme al informe encargado por el juez del Supremo a la UCO –la llamada «Operación Delorme»– revelado el pasado junio. En él se incluye un mensaje de WhatsApp de 2014 enviado por Santos Cerdán a Koldo García –ambos del círculo más próximo a Pedro Sánchez, entonces candidato a la Secretaría General–, en el que el primero pide al segundo que introduzca en la urna, sin ser visto, dos votos a favor de Sánchez correspondientes a afiliados que no habían votado. Y así se hizo.
Nos estamos acostumbrando a aceptar como normal la laxitud de los ideales y principios éticos cuando se trata de los dirigentes políticos
Resulta llamativo que la reacción del actual presidente del Gobierno fuera tan indulgente. Lejos de mostrar indignación, restó importancia al hecho diciendo que se trataba de «dos votos» y que había ganado «por más de 17.000», defendiendo que el proceso tenía «absoluta garantía». Pero esa garantía es, como poco, discutible, pues un proceso viciado difícilmente puede inspirar confianza.
Quizá ello se deba a que nos estamos acostumbrando a aceptar como normal –o como inevitable– la laxitud de los ideales y principios éticos cuando se trata de los dirigentes de partidos políticos. Según el estudio sobre confianza en la sociedad española de 2025, elaborado por la Fundación BBVA, los partidos políticos son la institución peor valorada por los ciudadanos.
Por todo ello, la ciudadanía debería exigir ejemplaridad ética. No es lo mismo cambiar de opinión –algo perfectamente legítimo y hasta saludable– que cambiar de principios en provecho propio, con la intención de engañar. La manipulación de una votación por parte de Santos Cerdán lo desautoriza como persona confiable, al poner en evidencia su falta de valores y el desprecio por las prácticas democráticas. También compromete la limpieza de todo el proceso por el que Sánchez fue elegido secretario general del PSOE, quien debería haber asumido algún tipo de responsabilidad por haber nombrado, para un puesto de su máxima confianza, a alguien deshonesto y que en la actualidad se encuentra en prisión por existir indicios sólidos de haber participado en graves delitos de corrupción.
No es descabellado pensar, a posteriori, que Cerdán fuera propuesto por Sánchez con pleno convencimiento de que era el hombre idóneo para negociar su investidura, avalado tanto por sus presuntas habilidades negociadoras como por su manifiesta falta de escrúpulos morales. Estas cualidades lo convirtieron en pieza clave para pactar el que posiblemente sea el mayor caso de corrupción política de nuestra etapa democrática: la concesión de una autoamnistía, aceptando las exigencias inasumibles de sus beneficiarios a cambio de garantizar los votos necesarios para la investidura.
La autoamnistía es posiblemente el mayor caso de corrupción política de nuestra etapa democrática
Desde el argumentario oficial se trató de presentar esta transacción como el noble ejercicio de «hacer de la necesidad virtud». Pero, en realidad, fue una traición a principios esenciales, sacrificados por una ambición puramente personalista de alcanzar el poder. Se llevó a cabo, además, mediante el engaño a muchos electores que habían confiado en el PSOE, convencidos de que, bajo ningún concepto, se concedería una amnistía, pues así se aseguró con rotundidad durante la campaña, sosteniendo que la convivencia en Cataluña ya se había normalizado gracias a los indultos.
La ruptura de la barrera ética de la amnistía ha abierto paso al desdén por las reglas democráticas. Desde entonces, se han normalizado ciertas concesiones territoriales a partidos minoritarios que quiebran la igualdad de los españoles y son contrarias al interés general, con el único fin de sostener al Gobierno. Se ha llegado a justificar, sin rubor, que, en un sistema parlamentario, se puede gobernar de espaldas al Parlamento, no presentar presupuestos, evitar una cuestión de confianza o rehuir elecciones por miedo a perderlas. Así, la voluntad popular queda relegada a una fórmula vacía: la democracia solo se respeta si favorece al gobernante.
Esta degradación ética alimenta la desafección y la desconfianza ciudadana. Por eso conviene recordar que la democracia no consiste únicamente en votar cada cuatro años. Exige partidos íntegros, líderes honrados y ciudadanos vigilantes, dispuestos a exigir responsabilidades mediante el voto. Solo así seguiremos avanzando hacia esa igualdad política de la que hablaba Dahl, y evitaremos que la necesidad, disfrazada de virtud, siga degradando nuestra democracia.
*Ángel Llorente es exmagistrado. Ha publicado diversos análisis sobre derecho y democracia✕
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