Casa Real
Sobre el Rey
Nadie puede alzar un solo documento, imagen, o declaración que revoque la certeza de que el Rey Felipe VI ejerce su función constitucional con rigor y, perdóneseme quizá el exceso, excelencia.
Un buen amigo mío, republicano y artista, sostiene que lo mejor que podríamos hacer con la Monarquía es convertirla en una institución cuya cabeza fuera elegida democráticamente cada cinco o seis años. Lo singular, y hasta plausible, de su punto de vista, es que las personas candidatas a esa elección real no serían políticos, mucho menos aún –añado yo– los de esta casta contemporánea, apenas novicios supervivientes de las voraces maquinarias partidarias, cuando no interesados ejecutores de políticas personales de supervivencia. No. Lo interesante de su tesis es que los candidatos a Rey o Reina electos de España, habrían de ser personas de reconocido prestigio y general consideración, dotados de un indiscutible don de gentes y una contrastada proyección internacional. Cantantes, actores, deportistas, algún científico…Españoles, en fin, capaces de representarnos con altura por su prestigio universal y que al tiempo no despertaran sino una admiración general entre una ciudadanía que además de su voto, se sentiría cómoda entregándoles su afecto sincero.
Como proyecto de futuro, no parece hoy situarse en el horizonte de lo probable. Pero como reflexión para este tiempo crítico, pudiera tener algún interés esa mirada crítica y mordaz a la Monarquía. La función constitucional de la Jefatura del Estado está bastante clara en el artículo 62 de la Constitución, que en su artículo 56 determina que el Rey es el símbolo de la unidad del Estado y ejerce su más alta representación en las relaciones internacionales. Su actuación y movimientos permanecen en todo momento sometidos al control y decisiones del poder ejecutivo democrático. Esta obviedad conviene recordarla a la vista de la ligereza con que se cuestiona desde uno de los partidos del gobierno la condición democrática de la Jefatura del Estado, atendiendo a su pecado original de transmisión hereditaria.
Y es cierto que sobre el papel, en los textos, una institución hereditaria resulta imperfecta, o hasta desentona en un régimen democrático. Pero la política son también hechos. Y éstos son incuestionablemente claros: nadie puede alzar un solo documento, imagen, o declaración que revoque la certeza de que el Rey Felipe VI ejerce su función constitucional con rigor y, perdóneseme quizá el exceso, excelencia. El debate sobre la Monarquía o la República, abierto interesadamente en estos tiempos críticos para aprovechar no sólo una mayoría parlamentaria democrática, sino el ánimo herido de un país en plena pandemia de incertidumbre ante el futuro, es perfectamente legítimo. Pero ha de jugarse con limpieza y fuera de todo juego utópico o ensoñación alguna.
Partiendo de una pregunta sencilla: ¿Sería hoy por hoy mejor Jefe del Estado cualquier líder político? Zapatero, por ejemplo, el valedor de Maduro. Iglesias, Sánchez, el Rivera que perdió su oportunidad y la de este país, Arrimadas, Carmen Calvo…Yolanda Díaz –ella quizá sí, tiene sentido de Estado–. Casado, o hasta Aznar o González. En serio, ¿Habría más equilibrio y, sobre todo, contención institucional, vertebración de Estado, con un político civil de los de hoy que con el actual Rey o, me atrevo a aventurar, su hija heredera? La otra alternativa sería la elección de Rey cada seis años entre personas de reconocido prestigio que propone mi amigo artista y republicano. Pero a la vista de cómo se las gastan los de la casta hoy, casi mejor que no, porque terminarían dejando vacante el cargo a su término, como hacen con el Poder Judicial o, aún peor, tratarían de colocar a sus conmilitones en las candidaturas de salida. Y ahí volvíamos a empezar.
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