Cultura
Los libros son del pueblo
Contra lo que se pueda creer, España no es un país que haya vaciado de cultura a sus pueblos. Nuestro país cuenta con una de las mejores redes de bibliotecas de Europa
Libros es un pequeño pueblo de la provincia de Teruel que cuenta con apenas cien vecinos. No es fácil ver turistas por sus calles. Pese a que el río Turia transita manso junto a la carretera nacional donde se les ofrece un parque fresco y acogedor, su mayor atractivo languidece a unos metros del asfalto. Es el barrio minero de la Azufrera. Allí todavía pueden visitarse las casas-cueva en las que vivieron familias enteras de buscadores del sulfuro. Pocos piden ya verlas y los libreños casi ni recuerdan que bajo ese suelo áspero se encontró también el mejor fósil de una rana del Mioceno hallado en el mundo hasta la fecha.
Desde hace años, cada vez que atravieso el pueblo camino de Cuenca, me detengo junto a su cartel de entrada, tomo una foto a la placa y sacudo la cabeza, nostálgico. Siempre barrunto lo mismo: que no existe otro enclave en la geografía española con un nombre tan evocador para un bibliófilo como ese. Ninguna de nuestras regiones cuenta con un «Novelas», un «Relatos», ni mucho menos con un «Historias», un «Bibliotecas» o un «Cuentos». «¿Qué harían en los Estados Unidos si tuvieran un pueblo así?», me pregunto sin buscar respuesta en realidad.
Hace unos meses Maribel Medina –una escritora pamplonesa volcada en causas filantrópicas–, me dio la oportunidad de darle sentido a ese pensamiento. Me contó que quería poner en marcha un proyecto nacional de fomento a la lectura en poblaciones alejadas de los circuitos culturales urbanos. Entonces lo vi: su iniciativa debía de presentarse en Libros. Justo en ese Libros pequeño y olvidado por casi todos. ¿Dónde mejor? Maribel se dio cuenta enseguida del potencial de mi ocurrencia. No existe un pueblo que se llame «Books» en el Reino Unido, ni un «Livres» en Francia. No hay un «Libri» en Italia ni un «Bücher» en Alemania. Ese evocador cartel de carretera es, sin duda, algo único en su especie. Y aunque el origen etimológico del término –oscuro, quizá ibérico– seguramente no esté vinculado a lo que hoy entendemos por un libro, la coincidencia de que dé nombre a un pequeño punto en el mapa, necesitado de vida cultural como tantas poblaciones parecidas, era demasiado buena para dejarla pasar.
Sin pensárselo, Maribel se comunicó con el alcalde de Libros y resolvieron lanzar desde allí Mi pueblo lee. Era una idea que, en realidad, había empezado su camino en el otoño de 2015 en La Mancha. Fue en tierras de Don Quijote donde Maribel lanzó Almoradiel lee, un festival literario de sabor anglosajón en el que durante varios días grupos de lectores, escritores, bibliotecarios y algún que otro editor despistado, acampaban en el pueblo toledano de La Puebla de Almoradiel para hablar y festejar la cultura impresa. A muchos les costó comprender cómo se había conseguido enredar a toda una constelación de autores para que viajaran a un pueblo sin hotel –aunque con biblioteca y salón de actos– para hablar de sus obras. Yo fui uno de esos entusiastas. Tras aquella iniciativa vinieron cinco más, y nombres como Rosa Montero, Almudena Grandes, Sergio del Molino, Care Santos o Vázquez-Figueroa se fueron sumando encantados al proyecto. Es probable que muchos lectores no hayan oído aún hablar de aquello. No les culpo. Desde la «España vaciada» cuesta un imperio abrir brecha en las secciones de cultura de los grandes medios de comunicación. Pero a quienes participamos en aquel lúcido experimento vivimos con asombro cómo cientos de estudiantes de institutos cercanos, asociaciones de vecinos y pequeños clubes de lectura de plazas que nunca habíamos oído nombrar, vibraron alrededor de los libros con nosotros.
Era solo cuestión de tiempo que Almoradiel lee se convirtiera en Mi pueblo lee, y que la fórmula empezara a extenderse por otras latitudes. La maldita covid impidió que Libros acogiera la presentación de esta idea hace unas semanas, pero el «milagro» de reunir a lectores y escritores en el campo no se ha esfumado por ese contratiempo. Al contrario. En 2021 no solo Libros acogerá este festival. Ya han confirmado su implicación Olite, Murchante, Cascante o Ablitas en Navarra, Villamediana de Iregua en La Rioja, La Adrada en Ávila, y tras ellos municipios de Córdoba, Huelva y Sevilla estudian ya su celebración. Se trata, pues, de un movimiento generado desde lo pequeño, lo seminal. Tiene algo que evoca a las misiones pedagógicas de la Segunda República. Si lo vi con emoción cuando dio sus primeros pasos fue porque detecté algo de justicia divina en su reivindicación por llevar la cultura a los pueblos. A fin de cuentas, el propio concepto de cultura nació en ese medio. Cultus era la palabra que los romanos usaban para los cultivos, aquello que surge de lo infinitamente pequeño para convertirse en algo nutricio, esencial para la vida. Y los libros lo son.
Contra lo que se pueda creer, España no es un país que haya vaciado de cultura a sus pueblos. Nuestro país cuenta con una de las mejores redes de bibliotecas de Europa –6.548 bibliotecas estatales, comunitarias, municipales y privadas, para casi 22 millones de usuarios con carné–, distribuidas por todo el territorio. Pero esa cultura en volúmenes de papel o en eBooks hay que dinamizarla y convertirla en atractiva. Darle vida. Para eso ha nacido Mi pueblo lee. Y en Libros están tan convencidos de su éxito que su Ayuntamiento quiere que en breve se bautice a diez de sus calles con títulos de novelas universales. Es más justicia divina. De algún modo, ahora lo sé, llevaban este proyecto en el nombre… sin saberlo.
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