Opinión

De Tarsis a Judea

No era una gran mansión, más bien un estudio en una colina de Tarsis, con una abertura cenital por la que contemplar las estrellas, con un catalejo bastante menos capaz que unos prismáticos actuales. Desde la conjunción de Júpiter con Saturno en el cielo, sabios de los tres puntos del mundo conocido se habían dado cita. La larga barba blanca de Melchor y sus rosáceas mejillas contrastaban con el cutis oscuro del joven Baltasar. Gaspar, el asiático, tenía rasgos persas y el pelo castaño y rizado, al estilo de Ciro. Coincidían mirando estupefactos aquellas estrellas misteriosamente revolucionadas, pero diferían en sus estilos. Melchor había estudiado en Atenas y era eminentemente práctico. Decidió llevar oro para el viaje, por si acaso había que pagar sobornos. Gaspar, un zoroastriano criado en zigurats alzados hacia el sol, puso incienso en su cofre, por cuidar el culto divino. Baltasar portó mirra del noreste de su África natal, un buen cicatrizante en caso de accidentes. No fue difícil elegir destino porque Júpiter emergente indicaba un «rey de dioses» y Saturno es el planeta regente de Israel, la interpretación resultaba directa: «un Rey de reyes en tierra judía». Las jornadas se sucedieron en barco y por tierra y la llegada de los tres y su séquito al palacio de Herodes no pasó desapercibida. El rey era petulante pero parecía desconcertado. Sus magos también habían percibido los cambios celestes. «No conozco al niño –señaló con ansiedad– pero avisadme si lo encontráis, yo también quiero adorarlo». Melchor alzó una ceja y consideró que semejante cretino no rendiría pleitesía a un competidor. «Regresaremos sin decirle nada», concluyó para sí. Saliendo de Jerusalén advirtieron bullicio en los mercados de los pueblos, algo pasaba en Belén. Una virgen había dado a luz. Encontraron una casa nutrida de gente, pastores con corderos, aguadoras con cántaros, peleteros, carpinteros, todos traían presentes. La dama tenía cara de niña y su marido estaba alegre, el bebé sonrió al ver los regalos. Allí se quedaron el oro, para el nuevo Rey; el incienso, para el Dios nacido y la mirra, para el Salvador del mundo. Al viejo Melchor no le quedaba ni sombra de escepticismo.