Cataluña
Sánchez y Junqueras tienen la última palabra
La clave en las elecciones catalanas que se celebrarán el próximo domingo está en quién decidirá el nombre del presidente de la Generalitat. No basta con tener el mayor número de votos, sino cómo poder conformar una mayoría suficiente que –no nos engañemos– ya no marcan los dos bloques en los que ha girado la política catalana desde que se inició el «proceso»: independentistas y constitucionalistas. El verdadero pacto es el sellado entre Pedro Sánchez y Oriol Junqueras, basado en una dependencia mutua que, por un lado, asegura la estabilidad del Gobierno en Madrid con el apoyo de ERC y, por otro, un futuro acuerdo entre éstos y el PSC, más el apoyo de En Comú Podem. Es decir, la vuelta al tripartito de izquierdas. Pero es tan ajustada la diferencia entre estas dos formaciones, que no puede dibujarse un mapa para el futuro inmediato. Según un sondeo de NC Report, PSC, ERC y JxCat quedarían empatados a 31 escaños, aunque los socialistas serían los más votados con apenas una diferencia de 39.000 electores. Estos datos supondrían que, sobre el papel, la mayoría la tendrían los independentistas, con 69, uno más de lo que requiere la mayoría absoluta, contando con que a esta alianza se sumase la CUP, como ha hecho en esta última legislatura. Según los resultados de esta encuesta, los partidos no independentistas –ni siquiera sumando a los soberanistas de Colau– estarían muy alejados de la mayoría. Por lo tanto, sólo caben dos opciones: o reeditar el actual gobierno o un tripartito entre socialistas, independentistas y la marca catalana de Podemos. Siguiendo el sondeo, el efecto de Salvador Illa ha funcionado y ha sabido recoger, sobre todo, un 18,8% de los antiguos votantes de Cs y un 12,3% de los de En Comú Podem.
Hay un factor que ha marcando estas elecciones y el futuro mapa político en Cataluña: el hundimiento de Cs. Illa ha podido levantar su candidatura sobre los restos del partido de Inés Arrimadas –que dilapidó más de un millón de votos y el futuro de ser una alternativa real al independentismo–, sumando en su caso el plus catalanista –ser considerado «uno de los nuestros», lo que es clave–, pero sin que ahora los votos de Cs sirvan para algo. De poco sirve saber por qué el constitucionalismo no pudo fraguar una mayoría cuando el viento venía a favor y se había roto, por primera vez, uno de los tabús de la política catalana: expresarse en la calle libremente y medir su poder frente a la aplastante hegemonía del nacionalismo. De ahí que ahora Illa esté ante el dilema de sellar un pacto con ERC y Podem, siempre que fuera la fuerza más votada, o aceptar los hechos: el nacionalismo se vuelve a hacer fuerte en la Generalitat, anunciando un desastre político y devastador en la economía. La última palabra la tienen en La Moncloa y en la cárcel de Lledoners.
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