Cine

La última vez que fuimos al cine

Hace ya un año de todo o casi todo. De la última vez que tomamos un vuelo, que acudimos a un concierto, que visitamos el extranjero... y que fuimos al cine. Hay padres que inculcan a sus hijos aficiones deportivas, la pasión dominical del fútbol. La emoción contagiosa de una camiseta. A uno, en cambio, lo habituaron a acudir al cine. En casa, el celuloide no es un entretenimiento, es un tema de conversación, como el tiempo cuando los vecinos subíamos juntos en el ascensor, hace también un año. En casa todavía se habla de las borracheras de Ava Gardner, el romance de Audrey Hepburn y William Holden o las peleas entre Bogart y la Bacall como si fueran noticias que hubieran ocurrido ayer mismo. Es corriente que la sobremesa se empape de tarde en tarde con el anecdotario de la productora que se tuvo con Edgar Neville, la censura en los estudios de Fono España, los rodajes españoles de Orson Welles o el Oso de Plata que ganamos en Berlín, aunque solo lo recibiera mi tío, pero, como sucede en todas las familias, los éxitos individuales se celebran como méritos colectivos.

De niño iba a las salas de cine con la alegría de un veraneante. La sana ingenuidad del que se dispone a entrar en un mundo separado de las normas que rigen la realidad durante el resto del tiempo. Más adelante comprendí que aquella intuición prematura no estaba desencaminaba y que algo había de eso, de burlar durante un rato las pequeñas incertidumbres y preocupaciones cotidianas, aunque fuera asistiendo a la proyección de un drama bélico sobre lo que ocurrió en Omaha Beach. El cine se revelaba así como una manera de abrigarse contra las destemplanzas de la vida diaria. Pero si algo aprendí acudiendo a ellos es la satisfacción callada que procura acceder a los conocimientos vedados. Pienso en esas tardes adolescentes en que nos comprábamos entradas para ver una película y después nos colábamos en los pases no autorizados para nuestra edad. Esa travesura nos asomó por primera vez los problemas de la madurez. Éramos como los chavales de tantos filmes de terror que miran a través del ojo de una cerradura para ver lo que hay en el interior de una habitación cerrada.

Al cine se ha ido a partir de entonces para sumar cultura cinematográfica, las modas que se mueven por el celuloide, aunque ahora la filmoteca haya que improvisarla en el domicilio privado con un par de colegas, peña de estos mismos lares periodísticos, Alba y Jaime, que arrastran alcurnia de cinéfilos. Con ellos se asistió a un último metraje que se estrenó por estas mismas fechas, pero hace ya la pana de doce meses, antes de que la pandemia diera al traste con todo. Hoy vivimos con la nostalgia de esa oscuridad que proporciona el cine y que ayuda a superar tantas otras.