Pandemia

La pandemia era una guerra cultural

«El Estado se ha convertido en el padre y la madre que nos quita los pañales»

La gran catástrofe nos llevaría a la posguerra, palabra que en el imaginario dibuja un panorama de edificios destruidos y muertos de hambre por las calles. Un año después de que nos prepararan para lo peor, vendiéndonos a la vez que se estaba haciendo lo mejor, lo que queda, además de miles de entierros en soledad, es la desfachatez de la política que ha aprovechado el miedo para hacernos menos libres y más maleables a la propaganda. Resulta que la guerra anunciada era cultural. Mientras nos asomamos por las ventanas cientos de burócratas ideologizados redactan normas con tufo autoritario y trapichea con debates para los que el común no tiene cuerpo, como la eutanasia, la ley trans o los derechos de los «okupas», pobres almas que no tienen para guarecerse del diluvio universal. Hasta la pandemia tenía un culpable: el cambio climático y las ansias capitalistas de comer humanos para perpetuarse. De regir un sistema socialista esto no hubiera pasado, vienen a decir. Si no tienen respeto por los muertos cómo se les va a pedir que no ninguneen a los vivos.

El cerebro se nos ha vuelto un jardín de infancia. La era covid pasará a la historia como la del devenir del infantilismo, un barrio sésamo en el que los problemas han de arreglarlos los demás. Hasta quitar la nieve de la puerta de casa. El Estado se ha convertido en el padre y la madre que nos quita los pañales y si se siente el orín entre los pantalones nuestros cachorros se lanzan a la calle a quemar lo que los padres han construido. La guerra cultural está perdida.

La propaganda ha ganado frente a los que intenten contestarla, de modo que lo antes llamábamos cultura, patrimonio de la izquierda, ahora es contracultura, la respuesta revolucionaria de la derecha por dejar las cosas como estaban. Cuando glosar lo sensato es ponerse a la defensiva es que los atacantes han ganado la partida. Y después de todo, es una suerte que gobierne la izquierda. De lo contrario se habría pasado de la guerra de las palabras a la de la sangre.