Moción de censura

Censuras

Abrir la puerta de casa y que se les cuadre la Guardia Civil debe subirles la autoestima -al cargo y a la carga pública-.

Parecía que el fin del bipartidismo obligaría a la clase política española a aprender a pactar. Pues no. No hay acuerdos, sino mociones de censura. Siempre en negativo, se hace política “en contra de”, jamás “a favor de los ciudadanos”. No importa el interés común, sino el común interés de esa especie política que se aferra a sus sillones como mejillones en una roca. Claro. Ser cargo público es el paraíso laboral. Cobrar entre 3 y 15 mil euros mensuales por mandar, cuando “la masa sucia” —como dice un amigo mío— apenas logra ingresar mil en el frío mundo ajeno a la Administración estatal, no es baladí. Pero no todo es dinero. También están los privilegios. Coches, chóferes oficiales, ventajas por pertenecer al selecto club del poder político, que nada tiene que envidiar al de los multimillonarios del mundo… Abrir la puerta de casa y que se les cuadre la Guardia Civil debe subirles la autoestima —al cargo y a la carga pública— incluso en esos días en que el espejo les devuelve una tez ojerosa. Pertenecer a la alta Administración del Estado es clave para acceder a sus secretos: de colocación, enchufes…, infinitas posibilidades nepotistas, clientelares. Tener poder para “colocar” o privilegiar a terceros es una manera de corrupción aceptada y descontada que permitirá, en el futuro, recibir favores cuando el chollo de la política llegue a su fin. Mientras, en el agrio mundo real de la recesión covidiana, los autónomos echan el cierre, empobrecen pagando impuestos crueles, se deprimen, y hasta se suicidan. Sí: el poder merece la pena. De hecho, no hay pena que pagar por el poder. Por eso se cumplen mociones de censura precipitadas, alianzas entre contrarios cuyo común denominador es solamente el interés particular por el negociado de una mamandurria; se traiciona, se abandona al débil, se descerrajan golpes sobre voluntades que muestren una tímida oposición… Total, la vida son dos días y es mejor disfrutar al menos uno taconeando sobre esponjosas alfombras palaciegas. El fango callejero y darwinista queda para la “masa sucia” de obligados feudatarios. Que pagamos —hasta con la vida— su fiesta sin fin.