Pablo Iglesias

La España de Pablo

A Iglesias, Pablo, lo que le gustaría es haber nacido en otra época. Es un desubicado. Lo suyo hubiera sido la Rusia zarista, que daba para mucha tectónica verbal.

Iglesias, Pablo, es un hombre bifurcado, un vizconde demediado de la política española, tirando de Italo Calvino. Le sucede como a esos individuos que les gustaría vestirse con levita, pero deben conformarse con la chaqueta grunge que da deambular por las postrimerías del siglo XX. Existe en él una tendencia a entregarse a batallas que parecen más ensoñaciones que tercas realidades, lo que redunda en una imagen de Don Quijote desintonizado, como si la frecuencia de sus palabras no coincidiera con el mundo actual. Escucharlo es como ver las pelis de catástrofes de Hollywood. Parece que todos vamos a morir mañana en un apocalipsis glacial.

Irene Montero, una prolongación de sus ideas, que no de su voz, sostenía esta semana en algún teatro de lo político que Madrid, así en plano general y sin demorarse en puntualizaciones, es una ciudad insegura para todas las mujeres. Lo malo de la política, cuando se carece de reflejos argumentales, es que muchas veces se acaba saliendo por la hipérbole más imprevista y así no hay manera. El resultado es lo que ya entrevió Goya, que se acaban engendrando monstruos. España, se ve, que ya no es solo el problema de Ortega, sino también el de Iglesias, de Pablo, que arrastra una visión más que inconformista y rebelde, exagerada, como una Biblia con exceso de imágenes. Nadie compartirá la idea de que este país es Jauja, pero él tropieza en una deformación que, aparte de coincidir con lo irreal, aporta dudosos resultados y no redunda en ninguna contribución. A nadie se le ocurre extinguir un incendio arrojando gasolina, pero él, acogiéndose a ese pregón de reclamar más democracia, la ha cuestionado, devaluado, puesto en entredicho su justicia, negado los éxitos de la Transición y tildado de casta, sin entrar en matices, porque para qué, a la clase política. Iglesias, Pablo, ha demonizado tanto que ha terminado creyéndose sus demonios. Lo que nadie le ha contado, o sí, es que la mejor manera de desconsolidar la democracia y meterla en recesión, ideas que baraja Adela Cortina, que ahora saca libro, es fomentar su descrédito entre el gentío, que suele desencantarse con facilidad. La otra opción es que sí lo sepa, claro, y sea justo eso lo que quiere.

A Iglesias, Pablo, lo que le gustaría es haber nacido en otra época. Es un desubicado. Lo suyo hubiera sido la Rusia zarista, que daba para mucha tectónica verbal. Él hubiera deseado eso, un caballo para subirse a las páginas la historia, pero lo que le ha tocado es una vicepresidencia. Él no concibe la política como un trabajo diario, sino como un rapto de la palabra. Lo suyo es el curro de mitinero, donde está en su salsa, denunciando, pero no aportando soluciones prácticas.