Cine

Los Oscar

Ya existen plañideros que corean la muerte de las salas, igual que otros auguraron la de la novela.

Queda menos de una semana para los Oscar y muchos no tienen clara esa primera decantación de desilusiones que representa la lista de nominaciones. Las reuniones de amigos solían animarse a estas alturas con el divertimento de la porra sobre los filmes ganadores, pero este año queda una sensación de desmemoria, como si alguien se hubiera olvidado de anotar la fecha de un cumpleaños. Muchas de las películas se han estrenado en plataformas, aunque la impresión general es que la gente se ha acercado a ellas con la misma desgana que un niño pequeño mira un plato de remolacha. Esta ausencia general de interés parece asentar en muchas testas la idea del estrecho vínculo que existe en ese ecosistema del celuloide que representan los estrenos cinematográficos, las salas de cine y la estatuilla de Hollywood. Cuando se rompe es igual que si un juguete se quedara sin pilas. Algo triste.

Ya había visto «Lawrence de Arabia» cuando fui a su reposición en cines. Entonces comprendí que, en realidad, nunca la había visto. Enseguida convertí en hábito acudir a las salas para descubrir en pantalla grande los clásicos que solo había conocido a través de la televisión, ante la incredulidad de esos tacaños intelectuales que no entendían por qué pagaba por un producto que ya conocía. Redescubrí con este gesto furtivo filmografías como la de Coppola, Sergio Leone o Hitchcock. No costaba comprender la diferencia entre disfrutar de ellas en una sala y en el domicilio familiar. La misma que existe entre el atuendo de camisetas y collares de oro de un decente rapero de Los Ángeles y los trajes planchados de Tommy Shelby de «Peaky Blinders». El primero será un dechado de honradez, pero, sin duda, algo se ha perdido en el camino cuando un delincuente de los años treinta tenía mejor gusto.

Las plataformas llegan revestidas por el halo de representar ese porvenir de entretenimiento por raciones que son las series. Pero el futuro no tiene por qué ser siempre mejor. El Ford de John Dillinger jamás tuvo la velocidad tecnológica de un Fórmula 1, pero con el primero te atreverías a pedirle una cita a la misma Rita Hayworth y con el otro a lo único que te puedes dedicar es a darle vueltas al circuito del Jarama. Ya existen plañideros que corean la muerte de las salas, igual que otros auguraron la de la novela. Puede que suceda, pero de momento la gente las sigue leyendo. Esta tesitura ha probado que las películas todavía son un privilegio de los cines. Cuando pase esta ventisca, es probable que el público vuelva a ellos. Después de la guerra, la gente siempre ha necesitado soñar. Como afirmaba Irving Berlin en una vieja canción: «There’s no Business like Show Business». Y como Hollywood sabe: la pasta es la pasta, amigos.