Opinión

El maniquí odia el Congreso

Lo de Sánchez no fueron debates. Como mucho un surtido de amenazas a diestro y siniestro

El sanchismo es un ciempiés obsesionado con triturar al oponente exacerbando sus perfiles más enconados, sus inclinaciones más caníbales. Los guitarrones sanchistas idolatran el encabronamiento, del que extraen sus preciados jugos. Desconfían, en cambio, de la crítica bien trabada, sospechan del debate homologado y entienden que al congreso, como a la televisión, su hábitat natural, nuestro amado líder va para cobrar deudas y aceptar palmas. El presidente odia el Congreso porque le somete a un examen para el que no valen spin doctors. La fatuidad de sus respuestas guionizadas resulta demasiado evidente en el turno de réplicas, cuando las tarjetitas con tópicos que le redactan sus asesores saltan el microondas de la actualidad como palomitas rellenas de aire caliente.

Con la resaca de la victoria madrileña, primera etapa de una carrera que conduce a la voladura sanchista, por autofagia propia y turbación ajena, el presidente del PP, Pablo Casado, exigía la celebración del debate sobre el estado de la nación. Al día siguiente, en Onda Cero, Carmen Calvo, vicepresidente del gobierno, redondea una entrevista lisérgica, surreal, apoteósica. Fue incapaz de responder con un mínimo de sentido a las preguntas de Carlos Alsina. Cuestionada por el debate, que no se celebra desde 2015, respondió que tendrá lugar «cuando corresponda». No hay prisa, vaya, pues «las comparecencias de Sánchez cada 15 días en el Congreso durante los peores momentos fueron casi debates de la nación». Se refería a los meses de la pandemia, los de aló presidente y de esta salimos más fuertes.

Conviene recordar que durante los «peores momentos» lo de Sánchez no fueron debates. Como mucho un surtido de amenazas a diestro y siniestro. Amagaba con tirarse y tirarnos por la ventana si sus señorías no le entregaban poderes despóticos. O sea, la vieja táctica ensayada para coaccionar a Ciudadanos, al que conminó a apoyarlo so pena de encontrar socios en una Batasuna que ayer no más disculpó el asesinato de concejales socialistas, multiplicada ahora por la marejada pandémica y las urgencias de un país con las Ucis colapsadas, cientos de ahogados diarios y miles de pequeños negocios arruinados.

Los caudillos como Sánchez, de reflejos autoritarios, no rinden cuentas, trafican con memes; no confrontan su gestión, la empaquetan en baños de ego; no permiten la discusión sobre su desempeño, exigen ovaciones, y así sucesivamente. Al que plantea resistencia se le fumiga con los epítetos de rigor, abandonado en la escombrera donde ya no cabe un demócrata más, precipitados todos por el talud de arrojar disidentes, castigar díscolos y avisar, precipicio mediante, del futuro que aguarda al gilipollas que cuestione la desnudez del príncipe sociópata.

El sanchismo no permite el debate igual que sus portavoces aborrecen del «revisionismo» de escritores a los que nunca han leído. Medianías como Pepu Hernández, Mar Espinar o Adriana Lastra confunden el «revisionismo» con la decantación del pasado, que debe someterse a escrutinio para evitar que las mentiras pasen por hechos históricos y prevenir que el relato histórico, congelado en una hornacina, mute en libro irrevocable de verdades sagradas. Si no toleran que Andrés Trapiello nos recuerde que la Guerra Civil no fue un combate de buenos y malos, si les espanta que recupere del silencio a Chaves Nogales, Clara Campoamor o Morla Lynch, y si son incapaces de tasar con ecuanimidad sucesos de hace 80 años, como para pedirles que el jefe de la banda acuda al Congreso para responder por las barbaridades del presente.

Sostiene Calvo (claro) que Sánchez ha sido «el presidente ha sido el que más ha rendido cuentas». Frente a los morlacos del Parlamento, obligado a explicar y explicarse, el maniquí el Moncloa sabe que aflorarán las supuraciones de una gestión calamitosa, emanaciones conectadas a un pozo de grisú explosivo. Parapetado detrás de sucesivos comodines, gana tiempo y nos entretiene con las alegres astracanadas de Carmen, Tezanos, Pepu y compañía. Como buen narciso, prefiere mil veces conversar delante del espejo antes que interpelar a unos semejantes que a lo peor salen respondones. Otea a lo lejos la ola de indignación que acabará por barrerlo. Con o sin debate, sus días en Moncloa están contados.