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Papá, ¿por qué somos del Atlético?

¡Cuánto ha cambiado todo! Entonces era más deporte de barrio que de despacho

Decía Bioy Casares que hay que ser un gran iluso para pensar que se puede hablar de fútbol con la mujer amada. Eso pasaba cuando el fútbol era cosa de hombres. El caso es que esto me ha llevado a dudar de que a los lectores de esta columna, casi siempre metida en política, les interese saber por qué me hice del Atlético cuando tenía once años y en el pueblo no había luz eléctrica ni una radio y nuestro único deporte era jugar a la pelota en el frontón de la iglesia.

Pero he pensado que esto del fútbol es uno de los grandes fenómenos sociales de nuestro tiempo, tan universal como la covid, que mueve pasiones y dinero, que altera lo mismo el corazón del Papa que el del peón de albañil o el africano que recoge fruta en Huelva. Vibran ante el televisor poetas, banqueros, curas, funcionarios, estudiantes, camareros o generales. ¿Por qué me iba a avergonzar yo de escribir aquí de fútbol cuando soy uno de ellos desde mi más tierna infancia? Lo recuerdo muy bien. Todo empezó una tarde de junio. Volvía yo al pueblo de vacaciones tras nueve meses internado en Logroño. La «Exclusiva» Soria-Calahorra, que conducía el Inés echando juramentos, nos dejó a algunos viajeros en el chozo de Huérteles entre los trigales, a la espera de «El Trece», el carromato que nos conduciría a San Pedro Manrique donde concluía el largo viaje. Esperando el trasbordo, presencié allí la acalorada discusión entre jóvenes partidarios del Atlético de Madrid y del Atlético de Bilbao. Y me puse de parte de los primeros. Así me hice del Atlético.

He visto docenas de partidos de pie en la ladera del antiguo Metropolitano y luego, con el soriano y vitalista Jesús Gil, en el palco del Calderón. ¡Cuánto ha cambiado todo! Entonces era más deporte de barrio que de despacho, aún no se había convertido en el desaforado negocio que alimenta cadenas de televisión, casas de apuestas y escandalosos contratos millonarios. Vuelvo por un momento a aquella edad de la inocencia, en la que los balones se recosían, se parcheaban y se inflaban con la bomba de la bicicleta.

Cuando, ¡uf!, terminó el sábado el partido en Valladolid, choqué las manos con los tres hijos con los que lo estaba viendo y les dije: «¿Comprendéis ya por qué somos del Atlético?»