Opinión

Memoria histórica: real y necesaria

Dios, no puedo ni debo olvidarlo, es protagonista principal de la historia, y esto, sin imponerlo a nadie, lo ofrezco a todos, consciente de la verdad y de la razón que en sí comporta

Para la real y necesaria memoria histórica, tengo muy presente que, «como es obvio, la historia del hombre se desarrolla en la dimensión horizontal del espacio y del tiempo. Pero, al mismo tiempo, está como traspasada por una dimensión vertical. La historia no está escrita únicamente por los hombres. Junto con ellos la escribe también Dios. La Ilustración se alejó decididamente de esta dimensión trascendente. En cambio, la Iglesia se refiere constantemente a ella. Un ejemplo elocuente en este sentido fue el Concilio Vaticano II» (San Juan Pablo II, Memoria e identidad...189). Esto es enteramente legítimo y conforme a la razón, además de ser un deber para quien pretende leer la historia escrita, en primer lugar y por encima de todo, por aquellos que han sido o son sus protagonistas. Dios, no puedo ni debo olvidarlo, es protagonista principal de la historia, y esto, sin imponerlo a nadie, lo ofrezco a todos, consciente de la verdad y de la razón que en sí comporta.

No puedo ocultar que la lectura que ofrezco en esta reflexión la hago en el momento presente, situado en el aquí y en el ahora de donde vivimos y somos, buscando luz y respuestas a los retos y encrucijada en que nos encontramos. España, en Europa, y, también, la Iglesia, la Iglesia en España, que no es ajena ni puede serlo a la realidad en que vive. Soy pastor de la Iglesia, con el sagrado deber de servir, con la Iglesia, a los hombres y a la sociedad, con los que me siento totalmente unido y de los que soy parte: sus gozos y tristezas, sus logros y sus esperanzas, son también los míos. Creo que siempre, –y así trato que sea–, me mueve la pasión por el hombre y su verdad, inseparable de Dios, que, en su acción, respeta nuestra libertad.

Y, conciliando fe y razón, trato de encontrar respuestas a los problemas que mis contemporáneos y compañeros de camino en España tenemos; busco claves para edificar sólidamente nuestra historia hoy y avanzar hacia el futuro en paz, en verdadera convivencia, en libertad y con esperanza. Busco un espacio común para todos donde sea posible la armonía de la sociedad que no sea puro voluntarismo o subjetividad, ni imposición de unos sobre otros; busco una verdadera convivencia entre nosotros. Sabemos con honestidad intelectual que esto no se alcanzará con la pérdida, ocultamiento o negación de la memoria histórica, de la verdad de esta memoria que no es de ayer, sino multisecular, de la Tradición, irrenunciable, que hemos recibido y nos constituye en lo que somos con toda su riqueza y que así nos ha marcado en nuestra identidad: esto trae unas obligaciones ineludibles; sabemos, así mismo, que tampoco será posible con el juicio negativo sobre el legado adquirido, especialmente el proveniente de la Tradición, que nos constituye como personas y como pueblo. Prescindir de este legado, de esa Tradición nuestra como pueblo, en que está entrañada la gran Tradición cristiana, perder esta memoria histórica en su conjunto y negar en absoluto la dimensión trascendente de esta historia, es exponernos a hacer una historia contra nosotros,–contra el hombre mismo–, o a que nos la hagan otros, o a que nos la impongan, en la ejecución de «su proyecto», quienes detenten el poder o estén cercanos a él, con las consecuencias negativas y de destrucción para nuestra libertad, nuestra realización más propia y para nuestro futuro común y de cada uno.

El intento de disolver la historia de España y Europa, la Tradición que somos,–que no es inmovilismo, sino fidelidad, riqueza común compartida, creatividad y dinamismo en la continuidad–, el intento de mirar hacia delante considerando el pasado como paréntesis o error o dominio de uno sobre otro a superar, o mera etapa de crecimiento incluso, pero con grandes vacíos y en todo caso etapa ya superada, el intento de olvidar o negar la Tradición, patrimonio común de un pueblo, con sus valores comunes y compartidos que nos hace e identifica, definen con claridad lo que no es España, en su conjunto e integral, ni Europa, ni tiene futuro para nadie.

Para entender en su justo sentido mi reflexión sobre el hoy de España o de Europa, debo confesar y reconocer mi deuda intelectual y de fe para con ese agudo y penetrante observador de la realidad, del gran teólogo, pensador y «lector» de la historia que es, con certeza, el Papa Emérito Benedicto XVI. Si nos tomamos el gozoso trabajo de rastrear en sus numerosos escritos, y especialmente en sus intervenciones europeístas, observamos que él señala caminos y peligros elegidos por Europa con el proceso de la Ilustración, el liberalismo y el marxismo, marginando y olvidando la historia, para recuperar un estado «natural» previo a toda posterior contaminación. La tentación de estos fenómenos, J. Ratzinger la pone en el intento o pretensión de olvidar la historia de Europa –y de España, habría que añadir–, al tiempo que sitúa el futuro de ésta en lo que le da origen a su ser, en el nacimiento de lo que es Europa como acontecimiento espiritual y en aquello que define, en origen, su identidad: el encuentro entre el logos griego y el Logos de la revelación cristiana. El intento de disolver la historia de Europa, o de España, de mirar hacia adelante considerando el pasado como paréntesis, o mera etapa de crecimiento incluso, pero con grandes vacíos y en todo caso ya superada, e incluyendo el cristianismo, el catolicismo, la Iglesia, la Tradición de un pueblo con sus valores comunes y compartidos que nos hace e identifica, como un momento a superar, definen con claridad, en el pensamiento de J. Ratzinger –Benedicto XVI, (Papa Emérito)– lo que no es Europa, –ni tampoco España– ni tiene futuro para ella.