
Opinión
Caudillismo democrático
Sánchez, en su expolio sostenido de competencias a órganos del Estado, ha supeditado también la seguridad nacional a la conveniencia política

Pedro Sánchez ha convertido La Moncloa en el epicentro de un poder personal que todo lo absorbe, transformando al resto del Ejecutivo en simples apéndices de su voluntad. No es producto de la presión parlamentaria ni de urgencias coyunturales: cada ley, cada decreto y hasta cada nombramiento brota de su despacho con la fuerza de un mandato indivisible. Bajo este esquema, el debate interno ha cedido el paso a la obediencia por miedo: los ministros callan, no por criterio técnico, sino por cobardía, conscientes de que cuestionar la línea oficial supone arriesgar su propio futuro político.
Este estilo de mando ha dejado un rastro de decisiones precipitadas. El paquete de medidas energéticas, por ejemplo, naufragó en el Congreso cuando varios de sus socios retiraron su apoyo. Sánchez había dado por sentado un sí automático y no negoció con antelación. El resultado: una derrota estrepitosa que reveló la improvisación de un Gobierno que prefiere los atajos, que está tan corroído por el caudillismo del presidente que desdeña incluso a quienes lo sostienen. Y, en parte, están así porque pueden permitírselo: cada tropiezo parlamentario es tomado a beneficio de inventario y se suma a la dinámica de decretos sucesivos, dictados desde Moncloa y sin filtro real de enmiendas, generando un ciclo no de legislación –ni tan siquiera chapucera– sino de pequeños eslóganes.
Porque el trabajo de legislar carece de interés para Sánchez; el caudillismo no legisla, acuartela su poder. Bien por decretos, bien con decisiones ejecutivas. También lo hemos visto: Sánchez, en su expolio sostenido de competencias a órganos del Estado, ha creado la Autoridad Nacional para la Protección de la Información Clasificada, un ente que absorbe tareas del Centro Nacional de Inteligencia y funciona directamente bajo el control presidencial.
Se imponen dos criterios absolutos: obediencia y sumisión
En lugar de reforzar la autonomía técnica, se abre paso un criterio de lealtad incondicional: la seguridad nacional queda supeditada a la conveniencia política, y el profesionalismo de los servicios secretos se diluye en un entramado de órdenes unilaterales y no sometidas al escrutinio del Parlamento.
Lo hace porque puede hacerlo. Y en eso, sobre todo en eso, se le ve las costuras de autoritarismo. Ni se le ocurre pensar en no hacer algo que se le antoje porque precisamente no sea lo correcto.
Tanto es así que basta con ver el Consejo de Ministros o el PSOE para comprobarlo. Ambos son presas del «síndrome del silencio» que se extiende a todos los niveles: de los altos cargos a los cuadros intermedios, nadie osa discrepar. Se imponen dos criterios absolutos: la obediencia y la sumisión. No existe una autocrítica constructiva, ni se permite ningún matiz que desvíe el discurso oficial. Quienes antes aportaban experiencias y alternativas ahora vigilan cada palabra para no salirse de la línea. El resultado es un Ejecutivo sin filtros internos, con textos legislativos que son una filfa y decisiones unilaterales que, en el mejor de los casos, parchean los errores de esta inoperancia mezquina.
Sánchez ha forjado un relato en el que él encarna la voluntad popular. Se presenta como el único capaz de interpretar el sentir de la ciudadanía, utilizando metáforas grandilocuentes y referencias históricas que refuerzan su figura de líder insustituible. Cualquier crítica se etiqueta de traición al «pueblo», convirtiendo la discrepancia política en un acto moralmente reprochable. Así, fortalece su aureola de autoridad y aísla al disidente, ahogando el debate y cerrando espacios de participación interna.
Sánchez se presenta como el único capaz de interpretar el sentir de la ciudadanía
La fragmentación del apoyo parlamentario obedece también a la misma lógica de transacción permanente: pactos pasajeros con fuerzas independentistas, concesiones a última hora a formaciones regionales, intercambios de favores para sumar votos. Nada se construye sobre bases sólidas, porque sólo Sánchez puede serlo. Cada acuerdo es reversible, cada alianza, un contrato táctico. Y, aunque el presidente aparenta firmeza, la soledad de sus mayorías se revela en cada votación ajustada y en cada decreto convalidado a base de aritmética parlamentaria.
La dinámica de centralización ha transformado la naturaleza misma de los ministerios. El Ministerio de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes –tal y como lo vive, por ejemplo, Félix Bolaños– acaba convirtiéndose en un guardián de conveniencias, ejecutor de tareas ingratas y confidente de órdenes que vienen de arriba. La cadena de mando presupone que toda directriz es incuestionable, y los gabinetes que antes eran espacios de iniciativa con un grado, mayor o menor, de autonomía, se han vaciado de contenido para convertirse en meros departamentos de apoyo logístico.
Este modelo no es casual ni improvisado: es el fruto de una convicción profunda. Sánchez cree firmemente que la fuerza de su liderazgo exige un control absoluto de los resortes del poder. No cede ni un centímetro de autonomía, y no tolera disidencias. El Ejecutivo se erige así en un reflejo de la voluntad de un solo hombre, y la pluralidad interna se disuelve en un diagnóstico único: el del presidente.
En definitiva, el patrón de mando que despliega Pedro Sánchez en Moncloa es el de un líder que, por convicción, ha decidido subordinar toda opción a su criterio personal. Es un estilo que prioriza la sumisión sobre el mérito, la obediencia sobre el análisis y la permanencia en el poder por encima de cualquier otra consideración. Un caudillismo con pátinas democráticas.
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Estío gubernamental