Cataluña
No darles la razón
Al nacionalismo hay que obligarlo a que respete el terreno de juego acotado
El otro día, en Barcelona, Sociedad Civil Catalana organizó un debate sobre los indultos. Participaron, entre otros, Félix Ovejero, Joaquím Coll, Cayetana Álvarez de Toledo, Astrid Barrio y Pere-Lluís Huguet. Ovejero, Cayetana y Huguet estuvieron formidables. Coll, al que sigo y respeto, parece añorar la Cataluña unánime del catalanismo, por no decir el maragalliano oasis tripartito, que tanto hizo por blanquear la agenda nacionalista. Pero lo más notable fue la intervención de la politóloga Barrio. Está a favor de los indultos. Entre el voluntarismo y el sofismo, sin un puñetero indicio que ampare lo que no dejan de ser intuiciones más o menos benevolentes, sostiene que los indultos cambiarán la realidad política a mejor, permitirán superar el marasmo, ayudarán a suturar heridas y blablablá. Para disfrazar la evidente fragilidad conceptual viste sus argumentos con un léxico ampuloso. Cuajado de altisonantes tecnicismos. Entiende de paso que los delincuentes, puesto que tienen mucha gente detrás, dado que cuentan con el apoyo popular de miles, pueden decidir sobre la oportunidad y justicia de sancionar, o condonar, el delito que hayan podido cometer. Le recordó Ovejero que el razonamiento es el mismo que empleó el gobernador de Alabama, George Wallace, cuando ganó las elecciones de su Estado, en 1963, con el 93% de los votos y un programa que podía resumirse en su grito de guerra: «segregación ahora, segregación mañana, segregación para siempre». Como Kennedy no concebía que el apoyo popular pudiera anteponerse a los derechos constitucionales, o que permitiera justificar el atropello de la legalidad, pues le dio un curso acelerado de democracia representativa y separación de poderes... mediante el terapéutico envío de la Guardia Nacional. Sólo así fue posible que los negros accedieran a la universidad en Alabama, frente al criterio racista de una mayoría moralmente equivocada. En cambio, en España, el gobierno insiste en decirle a nuestros Wallace que lo suyo fue poca cosa y que no hay posibilidad de discutir o rebatir las aspiraciones políticas de nadie a partir de criterios que tengan que ver con los consensos civilizatorios. Como abundó Ovejero «lo que caracteriza la intervención política es modificar las preferencias de los ciudadanos en aras de corregir hacia lo que creemos que es justo y correcto. Si no, estaríamos en Neardental. Por supuesto que hay que argumentar moralmente. Eso es lo que permite hablar de justicia e injusticia». Pero claro, en Cataluña, remachó el autor del reciente y extraordinario Secesionismo y democracia, nos hemos acostumbrado a que el cumplimiento de la ley sea interpretado como una provocación. Al final, «con el argumento de no darles argumentos, les damos la razón». Para derrotar al nacionalismo, vino a explicar el filósofo contemporáneo que mejor ha escrito y reflexionado sobre el republicanismo y contra el chantaje identitario, toca no dársela. Al nacionalismo hay que obligarlo a que respete el terreno de juego acotado y las normas previamente acordadas. Debe acostumbrarse a perder. Porque sus comportamientos, más allá de que sean delincuenciales, que lo son, beben del infame deseo de fundar una comunidad política a partir de la expulsión de millones de compatriotas.
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