procés

De los pactos a la discordia

Hasta el «Pacto del Tinell» del 14 de diciembre de 2003, las relaciones del Gobierno español con Cataluña fueron razonablemente estables. Con la llegada del «tripartito» –socialistas, comunistas y ERC–, excluidos los nacionalistas de CiU por primera vez y establecido un cordón sanitario en torno al PP, estalló la inestabilidad que se fue haciendo insoportable a partir de la crisis económica de 2008. Entre los elementos desestabilizadores influyó poderosamente el empeño de reformar el Estatuto, que prácticamente nadie había pedido, hasta límites constitucionalmente intolerables. La ofensiva enardecida del Partido Popular y el dictamen del Tribunal Constitucional podando los excesos del nuevo texto provocó la grave crisis, cuyas sacudidas secesionistas, protagonizadas por Puigdemont y Torra, y los apuros de los populares en Cataluña aún no han terminado.

Quedará como un error histórico, que ahora puede tener la tentación de repetir Pedro Sánchez en la próxima mesa de negociación, la afirmación de José Luis R. Zapatero el 13 de noviembre de 2003 en Barcelona, poco antes de alcanzar la Moncloa: «Apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento catalán». Cuando quiso rectificar era ya demasiado tarde. El incendio estaba provocado y era difícil sofocarlo. Zapatero no escarmienta y ahora muestra su entusiasmo con los controvertidos indultos, decididos por su correligionario Pedro Sánchez. A los dos les habría gustado repetir la funesta experiencia del tripartito y los cordones sanitarios.

Los comienzos, cuando llegó la democracia, no fueron fáciles. El presidente Suárez era consciente desde el principio de la importancia de hacer frente al peligroso «problema catalán». Se murió con esa preocupación, como comprobé en la última conversación, cara a cara, que mantuve con él antes de perder la memoria. Su gran operación, que no estaba libre de riesgos, fue traer a Tarradellas, el presidente de la Generalidad en el exilio, que gozaba de una considerable respetabilidad en el mundo nacionalista, y, después de algunos tiras y aflojas –hubo conversaciones en La Moncloa a cara de perro para dejar las cosas claras– entronizarlo en Barcelona, con el célebre «ja sóc aquí» desde el balcón.

Josep Tarradellas, al que tuve ocasión de conocer de cerca en Madrid en una comida en la agencia EFE de Luis María Anson, dijo aquel día en la sobremesa: «Cataluña nunca se separará de España». Es la frase que subrayé en mis anotaciones. El viejo Tarradellas no sentía mucho entusiasmo por el que iba a ser su sucesor, Jordi Pujol, que no era de la misma escuela y me parece que no se fiaba mucho de él. Jordi Pujol, sin embargo, aparte de sus actuales aprietos con la Justicia, es un gran político y un hábil negociador, que consiguió, durante su largo mandato, además de sacar todo el provecho que pudiera de Madrid e ir impregnando poco a poco de nacionalismo las estructuras sociales de Cataluña, mantuvo unas buenas relaciones tanto con Adolfo Suárez como con Felipe González. Este último llegó a dar la cara por él cuando lo vio en apuros con la Justicia, asegurando que «Pujol no es un corrupto». Antes le había librado, siendo presidente, del embrollo de Banca Catalana. En 1993, cuando arrancó el último mandato de González con sólo 159 diputados en la bancada socialista, Pujol le prestó el apoyo para sobrevivir en una legislatura tormentosa

El presidente Suárez hizo una importante concesión a Pujol en el curso de una comida en La Moncoa, acompañado de Miquel Roca: la controvertida introducción del término «nacionalidades» en el título octavo de la Constitución, que los socialistas también defendían.

En 1996 José María Aznar llegó al poder con apoyo de CiU en lo que se conoce como el «Pacto del Majestic». Fue cuando Aznar aseguró que hablaba catalán en la intimidad. Lo peor del reparto le tocó a Mariano Rajoy, que tuvo que enfrentarse a los secesionistas catalanes –se habían acabado los tiempos de los pactos– desempolvando el artículo 155 de la Constitución y el encarcelamiento de los sediciosos, que acaba de indultar Pedro Sánchez. El actual inquilino de La Moncloa sueña con volver a los buenos tiempos, cuando regía la concordia.