Análisis
Los jueces y la rebelión silenciosa
Los continuos ataques a las decisiones judiciales y la intromisión en su labor independiente empiezan a generar un movimiento de contestación
Convertido casi en elemento de culto para entender la agitación que recorre a los sistemas políticos occidentales, acudimos a Cómo mueren las democracias, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, cada vez que apreciamos un atisbo de desestabilización o una sospecha de quiebra en las bases que sostienen los estados de derecho. Como si fuera una especie de mapa o de hoja de ruta que seguir para alcanzar la meta de la mejora democrática, los autores ponen una bandera roja de alerta ante los peligros que acechan en el tortuoso camino de la polarización política. A través del análisis de la construcción de la democracia americana (pero extensible a todas las demás), reflexionan sobre cuál o cuáles son los verdaderos cimientos de la vida pública. Y concluyen que la Constitución y las normas son imprescindibles, obvio, pero no suficientes por sí mismas para garantizar el funcionamiento de un país. Se requiere algo más. Un plus de reglas no escritas, de usos y costumbres, que se resumen en la tolerancia mutua y en la contención institucional. La primera característica consiste en el respeto al adversario político: se admite la crítica, la discrepancia ideológica, pero hay unas líneas que, una vez traspasadas, conllevan un deterioro difícilmente recuperable. Sobre la segunda, la contención institucional, asistimos a ejemplos constantes de excesos y de extralimitaciones en las relaciones entre los distintos poderes, últimamente con el judicial como escenario de la contienda política.
El riesgo del «lawfare»
Hubo un tiempo en este país en que a cada sentencia judicial le seguía, en caso de disconformidad, un respetuoso «no la comparto, pero la acato». Y ahí se quedaba la censura. No es que no hubiera desacuerdos o distintos criterios: es que se respetaba, sobre cualquier otra consideración, la decisión de los jueces (siempre fundamentada en derecho). Las últimas respuestas públicas a determinadas resoluciones de los tribunales reflejan el comportamiento contrario y, específicamente, por parte de los miembros de uno de los partidos que forman parte del Gobierno que, de manera sistemática, mantienen una campaña de desprestigio hacia la Justicia. O algo más.
Sin ir muy atrás en la hemeroteca, nos basta con las últimas semanas, comprobamos cómo las críticas suben de tono desde Podemos: la exdiputada en la Asamblea de Madrid, Isabel Serra, asegura que su condena por el Supremo a 19 meses de cárcel por atentado, lesiones y daños es «una persecución política», la ministra de Derechos Sociales, Ione Belarra, afirma que «son los jueces los que están haciendo la oposición al Gobierno», tras la sentencia sobre la inconstitucionalidad del primer estado de alarma y la ministra de Igualdad, Irene Montero, ahonda en la misma decisión del Constitucional para apuntar que «lo más grave es el secuestro por parte del PP de los órganos constitucionales». En todas estas declaraciones se aprecia demasiada uniformidad como para considerarlas casuales. Y es que no lo son. Forman parte de una estrategia que no es nueva. Recurren al «lawfare»: una vieja teoría política que nació a mediados de los 70 y que, como otros de los conceptos importados de Latinoamérica, Podemos ha incorporado a sus argumentarios en España para trasladar a la opinión pública que, a través del sistema jurídico, con sus resoluciones, se intenta hacer caer a los oponentes políticos. Ya recurrieron a esta táctica de la victimización cuando se formó el gobierno de coalición, también en las primeras semanas de pandemia y ahora vuelven a dar una carga política intencionada a aquellas decisiones judiciales que no comparten (siempre contra sus rivales en las urnas y siempre más allá de la mera crítica). Extender este magma de desacreditación supone, además del daño a la Justicia, un peligroso afán de desestabilización de la confianza de los ciudadanos en las instituciones. Con el agravante, además, de que se hace desde un sector del propio Gobierno.
La (necesaria) defensa
Es, precisamente, en este punto, de cuestionamiento de las decisiones judiciales y de intromisiones más o menos claras en su independencia, en el que la respuesta de los jueces resulta determinante. Y ya se aprecian algunos movimientos: del sottovoce se está pasando a la acción. En las primeras reuniones con la ministra de Justicia, Pilar Llop, las distintas asociaciones judiciales han trasladado el malestar por las críticas del Ejecutivo. Y nueve magistrados del Supremo han pedido que sea el pleno, y no una sala, quien revise los recursos por el nombramiento (controvertido) de Dolores Delgado como fiscal general del Estado, que tuvo, incluso, el reproche de la Unión Europea.
Las tensiones entre los poderes son parte del juego democrático, los choques entre sus equilibrios algo inevitable, pero los excesos y el acoso constante a uno de ellos para quebrar la confianza en las instituciones suponen un ataque intolerable que debe ser frenado. Y que requiere del papel activo y protagonista de los propios jueces, acercando sus decisiones a los ciudadanos, con una cierta pedagogía, y defendiendo su labor independiente. Frente a los intentos de desestabilización, no conviene caer en trampas simplistas ni populistas que aprovechan los imprescindibles ajustes del sistema para debilitarlo. La necesidad de perfeccionar las estructuras de la Justicia, en este caso, está muy lejos de reflejar su fracaso, porque, como apunta Garrigues Walker, «la democracia funciona cuestionándose a sí misma para evolucionar».
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