Tribunales
Tiempos judiciales recios
No me refiero con semejante título, inspirado en Vargas Llosa, al contexto que nos está tocando vivir a raíz del polémico pronunciamiento del TC acerca de la incorrección formal del marco jurídico escogido para combatir la pandemia. Me refiero a otro de bastante mayor calado, a corto y medio plazo, con una proyección allende nuestras fronteras que, no obstante, puede terminar incidiendo en la vida de los españoles, en nuestra condición de ciudadanos europeos, de manera aún más intensa que la proyección que pudiera tener el mencionado pronunciamiento del TC. A diferencia, también, de la referida polémica doméstica, en la que los actores implicados proceden de los distintos poderes del Estado, la supranacional que paso a exponer concentra el protagonismo en el ámbito estrictamente judicial, sin perjuicio de que, una vez producida, se haya abierto el casting a actores políticos a los efectos de enderezar el rumbo ya desvirtuado de la integración europea.
Recordará el lector el auténtico tsunami que produjo en el escenario europeo, hace poco más de un año, el pronunciamiento del Tribunal Constitucional Federal alemán que, desafiando al Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), rechazó interiorizar una decisión de este último porque, en opinión de aquél, habría sido adoptada al margen de principios metodológicos reconocidos, resultando objetivamente arbitraria.
Le resultará también sencillo imaginar al lector el porqué de la gravedad de la situación: admitir la legitimidad de un Tribunal nacional para cuestionar las bondades interpretativas del supremo lector del Derecho de la Unión llevaría, en última instancia, a admitir la transformación de la integración europea, tan laboriosamente trabajada durante 70 décadas, en una «Europa a la Carta», en la que cada Estado miembro, parapetado tras su respectiva Constitución leída a la luz de su más Alto Tribunal, sería libre de escoger en cada momento los ámbitos y/o niveles de integración. Lo cual, sigue siendo fácil imaginar, supondría finiquitar la esencia misma de la Unión Europea. De ahí que, aunque tarde, la Comisión Europea, promotora de los intereses de la Unión según reza su Tratado constitutivo, se haya decidido finalmente, el pasado 9 de junio, a iniciar un procedimiento de infracción contra Alemania ante el TJUE.
Lo malo del asunto es que el daño ya estaba hecho. Sembrados los vientos en Karlsruhe, era cuestión de tiempo que algunos pares de otros Estados miembros se mostraran abiertos a cosechar las tempestades; particularmente, de aquellos otros Estados miembros sometidos a presión, desde la Unión, para impedir derivas que incluirían asaltos, más o menos encubiertos, a la independencia de sus poderes judiciales.
En efecto, apenas un día antes de que la Comisión se decidiera a activar el procedimiento de infracción contra Alemania, el Tribunal Constitucional de Rumanía dictaba una sentencia en la que, siguiendo la estela de Karlsruhe, desnudaba de efectos internos un pronunciamiento del TJUE, cuestionando así la primacía misma del Derecho de la Unión.
El origen del conflicto está en una reforma de la organización y el funcionamiento de la judicatura y la fiscalía rumanas llevada a cabo en 2018, que, a pesar de haber sido avalada por diversos pronunciamientos del Tribunal Constitucional emitidos a lo largo de ese mismo año y de 2019, acabó cuestionada por la jurisdicción ordinaria rumana ante Luxemburgo a la luz de la Decisión de la Comisión 2006/928/CE, por la que se establece un mecanismo de cooperación y verificación de los avances logrados por Rumanía para cumplir indicadores concretos en materia de reforma judicial y lucha contra la corrupción.
Determinados por el TJUE los límites a una tal reforma por imposición de dicha Decisión y de los artículos 2 y 19 del Tratado de la Unión (concernientes al Estado de Derecho como valor supremo de la integración y a la garantía de la tutela judicial efectiva), la sentencia europea, dictada el 18 de mayo pasado, concluía, en el último punto del fallo, declarando que «el principio de primacía del Derecho de la UE debe interpretarse como opuesto a una regulación de rango constitucional de un Estado miembro en virtud de la cual, según la interpretación de la jurisdicción constitucional de este último, un tribunal inferior no está autorizado para inaplicar, por su propia autoridad, una disposición nacional incluida en el ámbito de aplicación de la Decisión 2006/928, que, a la luz de una sentencia del Tribunal de Justicia, considera contraria a dicha Decisión o al artículo 19 TUE».
Así las cosas, justo el mismo día en que la Comisión, haciendo eco de esta sentencia del TJUE, emitía su Informe al Parlamento Europeo y al Consejo sobre los progresos realizados por Rumanía en el ámbito del Mecanismo de Cooperación y Verificación, el Tribunal Constitucional se despachaba, de forma unánime: 1) declarando que el TJUE se había extralimitado en sus funciones, pasando de interpretar el Derecho de la Unión en abstracto a aplicarlo al caso concreto; 2) rechazando el desplazamiento de la identidad constitucional nacional por mor del Derecho de la Unión (amparándose para ello, por cierto, en jurisprudencia constitucional alemana); 3) desafiando abiertamente al TJUE, al negar el valor de normas jurídicas cubiertas por la primacía a las recomendaciones emitidas por la Comisión en el marco del referido mecanismo de cooperación y verificación.
También en un contexto de reformas judiciales adoptadas, como las rumanas, en 2018, se mueve la decisión del Tribunal Constitucional polaco del pasado 14 de julio. Se trata, además, de un desafío aún más frontal si cabe a las esencias de la integración, habida cuenta de las circunstancias que lo rodearon. En efecto, activado en octubre de 2020 por la Comisión un procedimiento de infracción ante el TJUE, éste ordenó, con carácter cautelar, la suspensión inmediata de las reformas polacas por incompatibles, prima facie, con el Derecho de la Unión. La constatación de dicha incompatibilidad devendría definitiva por sentencia del 15 de julio pasado, en la que el TJUE declararía la vulneración por Polonia de la obligación que pesa sobre todos los Estados miembros, según reza el artículo 19 del Tratado de la Unión, de garantizar la tutela judicial efectiva. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos afirmaría justo una semana después, el 22 de julio, la vulneración del proceso equitativo desde la perspectiva del Convenio Europeo de Derechos Humanos (asunto Reczkowicz v. Polonia).
Pues bien, el Tribunal Constitucional polaco, conocedor de lo que se le venía encima en la dirección que ya apuntaba el auto cautelar, y adelantándose en un día a la referida constatación definitiva del incumplimiento polaco, sentenciaba por mayoría la inconstitucionalidad de la obligación establecida en los Tratados constitutivos de asegurar el cumplimiento del Derecho de la Unión y del apoderamiento en favor del TJUE para adoptar medidas cautelares, en la medida en que tanto la una como el otro se pudieran referir, como habría admitido el TJUE (excediendo, según el Tribunal Constitucional, el marco competencial europeo), a la estructura y el funcionamiento de la judicatura polaca. Apenas tardó unas horas la Comisión en advertir que no dudaría en «hacer uso de los poderes conferidos por los Tratados para salvaguardar la aplicación uniforme y la integridad del Derecho de la Unión».
El problema es que tales poderes ni son muy concluyentes, más allá de la apertura de un procedimiento de infracción, ni parecen suficientes para dar salida no ya a un órdago, sino a tres órdagos de semejante calibre, lanzados por los supremos intérpretes de tres Constituciones nacionales, sobre las que, como sucede con el resto de las Constituciones nacionales, descansan, conviene no olvidar ni banalizar, las cesiones de soberanía en favor de la Unión.
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