Juegos Olímpicos
El «caso Kobayashi»
En la era en la que todo se ve y nada se olvida, sufrimos la tiranía del algoritmo
Kentaro Kobayashi esperaba con emoción el 23 de julio. La pandemia había pospuesto su gran momento, pero, por fin, iban a comenzar los Juegos de Tokio 2020 (¿soy la única a la que inquieta ver a ese año persiguiéndonos?) y él, dramaturgo y humorista, sería el encargado de dirigir la ceremonia inaugural... hasta que un comentario sobre el Holocausto pronunciado 28 años atrás se interpuso en su futuro y terminó con un despido fulminante. Más allá de lo inadecuado, irrespetuoso o irreverente de la broma (los límites del humor y lo políticamente correcto dan para varias columnas), el «caso Kobayashi» nos sitúa ante el poliédrico derecho al olvido, ante la duda de si se permite aspirar a la legítima evolución personal e intelectual. Aunque Borges aseguraba que «ya somos el olvido que seremos» y Héctor Abad Faciolince lo recreó regalándonos una lección de vida y memorias difícil de superar, no contaban, ninguno de los dos, con el ímpetu arrollador de la era en la que todo se ve y todo se guarda. La del big data y la inteligencia artificial que nos vigila siempre: donde nada se olvida y sufrimos la tiranía del algoritmo, al que la RAE define como «el conjunto ordenado y finito de operaciones que permite hallar la solución de un problema», pero que, en la vida real, en el día a día, se convierte en un espía, en un intruso que se cuela en nuestra intimidad y que desintegra la capacidad del ser humano de cambiar, crecer, enfocar o desenfocar la perspectiva. ¿Hoy has visto una película de ciencia ficción? Tu plataforma te mostrará todas las que encuentre, pese a que sea un género que, en realidad, no soportas, que a ti lo que te gusta es el cine de autor. Pero ya siempre quedará la huella. La reivindicación de cierta desmemoria es el muro de contención de los registros indelebles, de los rastros digitales de las redes sociales que, quizá (o seguro), ya ni siquiera nos representan, pero siguen acosándonos. Y entre dosis de olvido, imprescindibles para vivir, y la memoria de corto recorrido, vengativa, como de ajuste de cuentas, siempre podemos recurrir a la quietud de la posteridad. Esa que Antonio López nos está regalando estos días, con su caballete, sus pinceles y su luz, en la Puerta del Sol.
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