Reforma educativa
Memoria y memorismo
Esa animadversión hacia la memoria es propia del pensamiento progre, tan aficionado a lo mediocre y alérgico a la excelencia, al esfuerzo.
La inteligencia y la voluntad se reparten la fama como potencias del alma. Pero hay una tercera que parece la oveja negra: la memoria. Las tres están hermanadas y si echamos mano de la voluntad y utilizamos la inteligencia, valoraremos a esa tercera hermana pobre de la que se habla mucho en los últimos tiempos, para criticarla o manipularla. Tanto es así que por obra y arte del revisionismo del callejero ahora tiene en Madrid hasta una avenida, la Avenida de la Memoria, así, a secas.
Pero no hablo ahora de la que se invoca con fines políticos, tampoco de esa memoria práctica que nos permite recordar el cumpleaños de tal, dónde dejé las gafas, cuándo tengo cita en el médico, es decir, esa que cuando falla apelamos al socorrido tópico del alzhéimer. No, me refiero a la que nos permite retener conocimientos y se ejerce con esfuerzo porque –que me perdonen los médicos– la memoria es un músculo que debe trabajarse, fortalecerse. Sí, hay gentes que, sin aparente esfuerzo, retienen y te recitan, por ejemplo, un poema tras otro; en mi caso, los pocos que sé los aprendí en el colegio… a golpe de memoria.
Aunque sea tópico citar a Churchill o a Ortega acudo al menos a Ortega que, creo, entendía por cultura lo que nos queda en la memoria de lo que hemos leído o aprendido. Es cierto, pero matizo: salvo que vayamos a una cultura de crucigrama, también hay que rumiar, razonar esos datos que retenemos y es que aprender se asemeja al comer: la comida está en el plato y nos tiene que alimentar. Para ello hay que procurarse alimentos, meter la cuchara, llevarla a la boca, deglutirlos y así nos nutriremos. Algo parecido ocurre con los conocimientos: hay que meter la cuchara en los textos, llevarlos a la cabeza y digerirlos y eso exige un esfuerzo. Es un proceso circular en el que esas tres hermanas trabajan: la voluntad nos lleva a interesamos por las cosas, a leer y estudiar para llevarlas a la cabeza; ahí quedarán muchas o pocas y luego, con la inteligencia, las vamos digiriendo y así nos alimentan.
Como he dicho antes, la memoria tiene su punto de controversia. Dice el ministro de Universidades que tiene cada vez menos sentido –no él, sino la memoria– «porque está todo en internet», y más que enseñar para «acumular información», los profesores deben ser «guías intelectuales del procesamiento de información». Lo acepto y es cierto que la cabeza no puede ser, sin más, un dispositivo de almacenamiento masivo como antes las enciclopedias, pero de ahí a minusvalorar la memoria hay un buen trecho: los conocimientos básicos o basilares, muchos o pocos, deben llevarse en la cabeza, esto exige esfuerzo; a partir de ellos se puede avanzar, buscar más, aumentarlos y así ahí adentrarse en el noble arte del razonamiento. Quizás en el futuro que pergeña el transhumanismo nos coloquen un puerto USB en el cogote y podamos cargar la cabeza de datos ilimitados; hoy, de momento, toca esforzarse por tenerlos según nuestra capacidad.
Y el Ministerio de Política Territorial y Función Pública –durante la titularidad de Iceta, el Breve– anunció una reforma de las oposiciones para reducir el «memorismo». Esto es otra cosa. Quien sepa de oposiciones distingue al cabezón, capaz de memorizar el listín de Leganés, del que sabe, y sabe porque demuestra dos cosas: primero, que domina –porque los ha memorizado– los conocimientos mínimos pero indispensables para ejercer una función; segundo, demuestra que los ha asimilado y sabe razonarlos. Son aspectos inescindibles, luego proscribir la memoria es un error, máxime si tenemos un sistema universitario expendedor de unos títulos que no pocas veces lo que acreditan es la insolvencia de conocimientos del titulado.
Esa animadversión hacia la memoria es propia del pensamiento progre, tan aficionado a lo mediocre y alérgico a la excelencia, al esfuerzo. Apela así a un falso igualitarismo que se traduce en una formación deficiente, no para las élites integradas por sus diseñadores sino para esas hormigas obreras que es el resto. Por esto –y por más–, habrá que exigirles cuentas a los autores del desastre de la política educativa del sedicente progresismo, máxime si amenaza ir a más.
José Luis Requero es magistrado
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