Francia

Pero en Francia se entierra mejor

Haría tiempo que del complejo de Les Invalides se hubiera exhumado a Napoleón y a los demás

Dicen que en España se entierra muy bien, pero en Francia se entierra mejor. A Jean-Paul Belmondo lo condujeron a hombros de los militares hasta su tumba en el panteón de Les Invalides con música de Ennio Morricone y una ceremonia solemne, acorde con uno de esos países que se toman a sí mismos medianamente en serio.

Me imagino cómo hubiera sido el entierro de Belmondo en España, después de un debate de calado sobre si había que ponerle o no la bandera española sobre el féretro y, sobre todo, qué bandera había que ponerle. Arreciaría la polémica sobre multitud de cosas, por ejemplo sobre si el Gobierno se estuviera apropiando de la figura de un actor de su talla cuando no atiende las demandas laborales de los demás y en la entrada, sobre los micrófonos de la prensa, se habrían sentado las posiciones del clásico debate entre subvenciones al cine sí o no, el «No a la guerra» o cualquier cosa que en ese día quisiera poner de relieve la cultura abajofirmante y comprometida. Haría tiempo que del complejo de Les Invalides se hubiera exhumado a Napoleón y a los demás y se hubiera convertido el edificio que mandó construir Luis XIV en un centro de interpretación de los horrores del absolutismo.

La última vez que escuché La Marsellesa en vivo fue en los toros en el circo romano de Arlés. Había pintado el ruedo Hervé di Rosa con sus toreros ciclópeos. La emprendieron porque toreaba Juan Bautista y entre toro y toro saltaron dos antitaurinos a impedir el rito sacrificial de la corrida. Justo en el momento en el que eran detenidos por la policía, de pronto el público de la plaza comenzó a cantar su himno espontáneo y la banda le siguió. Un torero español que me acompañaba habló de la envidia que sentía por aquel pueblo tan patriota. Yo creo que el error de apreciación que se comete sobre «La Marsellesa» es que se considera un himno patriótico, cuando es un himno que representa a la ciudadanía y encarna una patria en cuanto encarna unos valores, en aquel caso que no vinieran dos zangolotinos a reventar lo que otros querían vivir en «liberté».

Mi abuela Elena, que nació en las minas de San Platón en Almonaster La Real, con cuatro años y en plena primera guerra mundial, soñaba despierta que los tanques alemanes se abrían paso entre las jaras de la sierra de Huelva. Me lo contó con más de cien años, recordando aquellos días en los que su padre Hubert y su tío Aristides salieron de allí a pelear en la guerra por defender su país. Hubert volvió y Aristides se quedó en Ypres, en Bélgica, «enterrado bajo una cruz blanca con su nombre» según la carta que envió su capitán a su viuda, María Echeverría. En otra carta, su sargento contaba que el teniente Banastier era bromista y que rápidamente se hizo con el favor de la tropa gracias a su ánimo y su buen humor, y que murió entre grandes dolores después de ser alcanzado por un trozo de metralla en una contraofensiva de los alemanes. Desconozco cuánto miedo pasó aquel día, pero sé que en su última misiva «camino de una misión peligrosa» se despedía de su familia y a su esposa le pedía paciencia: «María, algún día Dios volverá a juntarnos» y a los suyos les hacía otra demanda: «No me olvidéis nunca», y a día de hoy, no le hemos olvidado. Cuando en casa se escucha «La Marsellesa», seguimos pensando en él.