España

Oficio de difuntos

Reírse de la muerte parece una forma poco afortunada de ignorarla

En la fiesta de Todos los Santos alcancé a asistir de niño al tenebroso Oficio de Difuntos. Aún no había llegado al pueblo la luz eléctrica. La iglesia estaba iluminada sólo con cuatro cirios en torno a un negro catafalco colocado en medio del presbiterio. Su luz amarillenta proyectaba sombras inquietantes en las paredes y en la bóveda. Olía a cera y a incienso. Don Matías, el cura, revestido de capa pluvial negra, recitaba salmos en latín y rezaba responsos, hasta que entonaba con voz potente el temible «Dies Irae». En la oscuridad del templo, las mujeres, cubiertas con velo negro, ocupaban como sombras calladas los primeros bancos. Ocurrió un año que, aprovechando la devota negrura y el ruido de los cantos funerarios, una cuadrilla de mozos se deslizaron silenciosamente desde el coro y tuvieron la profana ocurrencia de clavar en la tarima del suelo, que cubría huesos de los antepasados, las sayas de algunas de las mujeres. Así acabó en Sarnago la tradicional costumbre del Oficio de Difuntos.

De aquellas liturgias pavorosas, con el oscuro trasfondo de la muerte y la condenación eterna, hemos pasado, tras pagar el peaje comercial del «Black Friday», al importado «Halloween» en que el miedo a la muerte y al Más Allá se disfrazan de calabazas iluminadas, caretas, zombis, esqueletos de plástico, casas encantadas, gamberrismo callejero, noche de brujas, películas de terror y discotecas abiertas, tras el paréntesis de la pandemia, hasta la alta madrugada. Son cosas de la globalización que va diluyendo nuestras costumbres y nuestra identidad.

Reírse de la muerte parece una forma poco afortunada de ignorarla. Dice Borges que «morir es una costumbre que sabe tener la gente». No deja de ser una cita obligada para todos. No queda más remedio que acostumbrarse. En los tiempos que corren, se procura ocultar a los muertos. Se ha visto durante la hecatombe del coronavirus. El telediario los ignoraba sistemáticamente. En los elegantes tanatorios de la ciudad, ahora que vuelven a estar abiertos con cautela, se habla del tiempo, de fútbol y de política. Desde no hace mucho se incineran y luego se esparcen sus cenizas o se guardan devotamente en una urna, inidentificables. De esta forma se ahorra el entierro y la sepultura además del funeral religioso a medida que avanza la increencia. Se borra el ADN y las huellas físicas de la muerte. Y, a pesar de todo, en estas fechas especiales las gentes acuden con flores a los cementerios y, aunque no estén seguras de que exista el Más Allá, se recogen interiormente y rezan en silencio una oración por si acaso.