Religion

El papa fractal de Teruel

Hubo un papa de Teruel. Uno conciliador, docto en leyes, al que Martín V le brindó la honrosa salida de retirarse a gobernar la diócesis de Mallorca

Hay quien cree que el universo se comporta como un fractal. Esto es, que su estructura se repite siempre sin importar lo que nos acerquemos o alejemos de él. Lo infinitamente grande presenta, desde esa óptica, formas idénticas a lo incomparablemente pequeño. La cosmología fractal no deja de ser, pues, una de esas teorías para comprender el funcionamiento de la realidad que nos deja más preguntas que respuestas. Un eco moderno de aquella sentencia hermética del «como es arriba es abajo». Y, sin embargo, a veces cobra sentidos inesperados en ámbitos tan alejados de las ciencias exactas como la Historia.

La elucubración viene a cuento por algo que se cruzó en mi camino durante una reciente visita a la catedral de Teruel. Uno de sus canónigos, al verme, me abordó con una sugerencia que más parecía un desafío: «Debería usted ocuparse del papa que tuvo esta ciudad. Nadie habla de él, ¡y es una lástima!». Don Alfonso sabía, claro, de mi gusto por los personajes olvidados y tendió su trampa con esmero. Lo miré incrédulo. No es hombre dado a fantasías, así que tomé buena nota del consejo. Sin embargo, por más que me esforcé en repasar de memoria la lista de los herederos de san Pedro, no logré dar con ninguno turolense. El más cercano se me antojó Calixto III, de Játiva, y acaso su sobrino, el valenciano Borja, contemporáneo a los Reyes Católicos. Pero… ¿uno de Teruel?

Mi tierra natal es un curioso microuniverso. Despoblada y áspera, es tentador creer que no ha tenido demasiada importancia en el devenir del mundo. Sin embargo, de ella han salido personajes como Miguel de Molinos –místico de barroco cuya doctrina del «quietismo» tuvo gran predicamento en la Europa del XVII, cuando su «Guía espiritual» fue publicada en todas las lenguas del continente–, Segundo de Chomón –uno de los padres del cine, inventor entre otras cosas del travelling–, el deslumbrante modisto Manuel Pertegaz e incluso ministros como Demetrio Carceller, aquel que trató de recuperar el «oro de Moscú». Llevo tiempo coleccionando sus biografías en un vano intento por demostrar que Teruel también es un «umbilicus mundi», un «omphalos», un pequeño fractal tan noble como Atenas, París o Washington DC. Por esa razón, si hubiera nacido un papa en mi ciudad lo sabría. O eso pensaba. Aun así, en un porsiacaso, me dispuse a buscarlo. Que la capital más pequeña de España hubiera tenido su propio pontífice daría alas a la cosmovisión de los antiguos hermetistas.

Tras no pocas incertidumbres acabé dando con lo que don Alfonso insinuó. Otra catedral, esta vez la de Mallorca, guardaba la prueba. Allí, en su imponente sala capitular, duerme desde 1447 Gil Sánchez Muñoz y Carbón, un caso único de obispo que antes fue pontífice. Sí. No es un error. Sánchez Muñoz, nacido en 1370 en una de las plazas más céntricas de Teruel, sirvió en la corte de Benedicto XIII, el Papa Luna, el díscolo pontífice de Peñíscola que llevó el Cisma de Occidente a su máxima expresión, viviendo un tiempo en el que la cristiandad llegó a tener hasta tres cabezas visibles. Aquel Sánchez Muñoz fue testigo de los intentos por conseguir que Pedro de Luna entregara su tiara a Roma. Y también de su mítico empecinamiento por no soltarla. «Quedarse en sus trece» –por el numeral del papa– fue un dicho nacido de aquellos lances.

El caso es que, a la muerte del terco Benedicto, un concilio de solo tres cardenales eligió al turolense como su sucesor. Fue en junio de 1423. Y ahí adoptó el nombre de Clemente VIII. Solo seis años conservó su título ya que las negociaciones entre Roma y los pontífices díscolos de Aviñón se intensificaron para no romper la cristiandad. El entonces rey de Aragón, Alfonso V «El magnánimo», ambicionaba hacerse con Nápoles y le era más útil un papa en el Vaticano que uno en Peñíscola. Sus negociaciones fueron de auténtico «juego de tronos» hasta que su amigo Alfonso de Borja –precisamente el futuro Calixto III– convenció a Gil Sánchez para que renunciara y, con ello, se cerrara la mayor crisis de la Iglesia católica hasta la fecha.

Don Alfonso, pues, estaba en lo cierto. Hubo un papa de Teruel. Uno conciliador, docto en leyes, al que Martín V –el romano que reunificó aquel dislate– le brindó la honrosa salida de retirarse a gobernar la diócesis de Mallorca. Llorenç Lliteras, cronista y presbítero de su nueva catedral, dijo de aquel Clemente VIII degradado a pastor, que terminó sus días siendo «un fiel mantenedor de la pureza e integridad de las enseñanzas y disciplinas eclesiásticas». Y también que «después de la aventura de Peñíscola no estaba ya por radicalismos de ningún tipo. Fue un obispo excelente».

Quizá esto explique que, todavía hoy, en la capilla gótica donde aseguran que fue enterrado sentado en un trono, cuelgue su capelo en señal de profundo respeto. A fin de cuentas, el suyo es un caso único de pontífice que entregó la tiara.

Aunque, ahora que lo pienso, quizá sea precisamente ese detalle el que hace que esta historia se escape de la teoría de un universo en el que todo se repite sin importar la escala. Al menos, claro, mientras a Benedicto XVI no lo destinen a ninguna diócesis. Deo non volente!