Volcán

Tres meses ya

No olvidar a los palmeros, ahora que el Cumbre Vieja parece que empieza a apagarse definitivamente.

Alejarse de vez en cuando de nuestro epicentro vital, del día a día, de los pensamientos habituales y de los escenarios rutinarios. Alejarse para vernos mejor, para recolocarlo todo, para intentar sanar nuestros males. He comprendido la receta más que nunca esta semana en la que prácticamente toda España anduvo revuelta del corazón, conmocionada por la muerte de la gran Verónica Forqué, mientras retumbaban las críticas al último “reality” en el que ella había participado. Estoy convencida de que los muchos ratos en los que la Forqué pudo mejorar sus habilidades culinarias entre colegas televisivos, ante millones de personas, y dejando de lado sus peligrosas obsesiones rutinarias, recibió fogonazos de felicidad. Además de ganar haters profesionales, claro, aunque ya sabemos que ésos son directamente proporcionales a tu índice de popularidad. Ni caso.

Hablando de alejarse, te escribo hoy desde la isla de La Palma, entre aturdida y feliz. Aturdida, por el mareo inevitable que producen, en el estómago, las carreteras sinuosas que conducen al volcán y alrededores. Feliz, por este cambio de aires repentino, reparador, que me aleja del epicentro rutinario. El viaje tiene un objetivo periodístico claro: No olvidar a los palmeros, ahora que el Cumbre Vieja parece que empieza a apagarse definitivamente. No olvidarles tiene que ver con interesarnos por ellos “in situ”, descubrir si efectivamente están llegándoles los millones de euros de ayudas que cada equis tiempo anuncia nuestro presidente del Gobierno. No olvidarles, y menos a las puertas de unas Navidades en pandemia.

Hoy, nada más aterrizar, nos hemos desplazado a un hotel del sur en el que siguen realojados cuatrocientos palmeros. Me contaba Víctor -perdió su casa y la de sus padres- que celebrará la Nochebuena en soledad, con lo puesto. Por no tener, Víctor no tiene ni empleo. De allí, nos hemos dirigido a Los Llanos, y hemos ido a parar a un inmenso parking de autocaravanas. El descampado más triste del mundo se iluminó, en un abrir y cerrar de ojos, al irrumpir ante las cámaras Dácil, con su sonrisa inmensa. Veintipocos años tiene, además de marido, familiares políticos, dos hijos pequeños, un puñado de mascotas y una energía apabullante. En apenas 20 metros cuadrados ha conseguido que seis personas vivan en ese espacio con alegría: “no podía dejar que mis hijos se quedaran sin Navidad, ya ves qué bonito ha quedado el árbol”. Apenas dispone de agua caliente, pero explica que se va apañando. Que no puede permitirse el lujo de deprimirse, que sueña con volver a la casa que se fue construyendo ella, con sus manos. Que dejó de comer algún día por levantar ese hogar. “Mientras algo de mi casa siga en pie, hay esperanza”. Mientras ella lo verbaliza, tú suspiras por dentro. “No os vayáis aún, ¡os invito a una infusión!” Yo pagaría por tenerte siempre cerca. Gracias, Dácil.