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Historia

¿Última historia? Año IV

La vida transcurre en un tiempo diluido, como marco de una historia que puede acabar resultando imposible

Podríamos datar este 2022 como año IV de una nueva era histórica, acaso la última. Parece demasiado aventurado todavía, pero por qué no defender tal hipótesis con algunos argumentos, tan sólidos, al menos, como cualquier otro de sentido contrario. La fecha inicial de esta época sería obviamente 2019, «annus horribilis» en la historia de la salud, entendida esta última (según la O.M.S. 1984) como el grado en que un individuo o grupo es capaz de realizar sus aspiraciones y satisfacer sus necesidades. En este sentido se viene insistiendo de forma reiterada en que, a la vista de lo ocurrido, hay un antes y un después en la historia de la Humanidad. No sólo en términos demográficos, económicos, sociológicos, …,etc., sino que, a medida que se suceden los acontecimientos, van apareciendo otros efectos igualmente significativos, por ejemplo de carácter psicológico, que reafirman la existencia de la nueva edad. Los hechos extraordinarios, capaces de modificar la mentalidad colectiva, independientemente de su condición constructiva o destructiva se identifican por su trascendencia. Sí la historia de Roma se cifraba cronológicamente Ab Urbe condita bien podría referenciarse el tiempo nuevo Ab Covid 19.

El cambio decisivo proviene siempre de una acumulación previa, más o menos larga, de elementos de diversa naturaleza, que, en presencia de algún catalizador, acaban provocando la profunda transformación de la realidad anterior. Y se afianza en la contribución posterior de otros factores, que permiten ya percibir con claridad una época distinta de la que veníamos viviendo. Así ha ocurrido en 2020, año apocalíptico marcado también por el SARS CoV-2; y en 2021, en el que han continuado las terribles secuelas sanitarias, por encima de algún respiro esperanzador, y con ellas los graves problemas de todo tipo ya aludidos. Así llegamos al 2022 con creciente inquietud en medio de la desorientación general; mientras crece la tensión derivada del cansancio y la discordancia permanente entre los discursos oficiales y la realidad. Ante tal situación se sienten, cada vez de forma más negativa, las nuevas condiciones de vida y trabajo. A la par empiezan a cuestionarse los resultados que viene teniendo la globalización, en múltiples aspectos, sobre los países del llamado primer mundo y del resto de la población mundial. Y lo mismo respecto a otras cuestiones relacionadas con la Big Tech, Big Data, los algoritmos y el desarrollo exponencial de la capacidad de computación, la inteligencia artificial, … etc.

La impronta del coronavirus ha puesto de relieve múltiples contradicciones que informaban el periodo anterior, agudizando otras muchas. Algunas, posiblemente las más importantes, en torno a la ciencia y la tecnología, sobre todo a sus efectos. Un ejemplo podría ser la consideración sobre los algoritmos, la palabra mágica del nuevo encantamiento, en cuanto a sus posibilidades positivas y negativas, entre la esperanza y el miedo. La mayoría de la población sabe muy poco o nada, acerca de ese conjunto de operaciones sistemáticas que permiten efectuar los cálculos pertinentes para solucionar distintos tipos de problemas. Pero siente que son el fundamento más decisivo del poder en sus expresiones determinantes. Sabe que Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft son (GAFAM) que interfieren en todos los espacios de la vida cotidiana, acentuando la dependencia del ser humano hasta convertirle en sujeto/objeto de una historia diferente (V. Slavin: Como los algoritmos configuran nuestro mundo). A estas alturas, la cuestión fundamental no es ya si los grandes avances tecnológicos pueden traducirse en aportaciones positivas o negativas para la sociedad, ni siquiera qué es positivo o negativo, al amparo del relativismo dominante; aunque esto nos planteé otro tipo de debate. Al final lo único verdaderamente significativo es el control o descontrol, a que puedan someterse y, sobre todo, en su caso quién lo controlará.

En relación más o menos directa con la pandemia son muchos los signos que indican la llegada a otra época. Asistimos a un desencantamiento más en el devenir de la Humanidad. La modernidad, en clave weberiana, habría llegado por la desmitificación de la religión y la magia, sustituidas por la razón proyectada en la ciencia. Un proceso intelectual de desacralización. El optimismo dictaba Wissenchaft als Beruf. El cálculo haría previsible el porvenir. Así se construía un nuevo encantamiento mediante la sacralización de la ciencia y de la democracia llamadas a regir la Historia. Hace medio siglo que tales postulados se tambaleaban ya de modo preocupante; pero la comodidad y la impotencia siguen atrapando al mundo occidental entre el desencantamiento evidente, el embrujo de la razón; el optimismo doctrinario y el pesimismo relativista. El quebrantamiento de las instituciones, llamadas a mediar entre «ideas e intereses» y el repliegue de la ética conducen a la desacralización de la ciencia y de la democracia. La mentira omnipresente, hasta confundir lo verdadero y lo falso, lleva a superar la medida de la desilusión, en términos de Karl Löwith, como factor predominante en los modelos de convivencia anteriores. Se hace presente una preocupante anomia social.

Si unimos a lo anterior los esfuerzos del postmodernismo por eliminar al hombre como referencia universal, parece incuestionable que nos encontramos en una nueva era. La vida transcurre en un tiempo diluido, como marco de una historia que puede acabar resultando imposible. Habrá que abordar el análisis y la denominación (cualquiera menos algún post) de esta época que habitamos, incluso a nuestro pesar.

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